Fulgencio Favores prefería sembrar aunque no esperara recoger, hacer que predicar, cubrir los propósitos y anhelos, que provocar tristezas y frustraciones, era así y no podía ni pretendía evitarlo, en una sinfonía armoniosa de sentirse bien consigo mismo, más que le reconocieran públicamente las excelencias de su bondad.
Había quienes en su torpe listeza, le confundían el número de la matrícula y lo tenían por un blandengue o un débil de carácter, cuando en el fondo y en la forma era todo lo contrario, una persona que sabia dar y darse sin temor a verse defraudado.
La vida de Fulgencio no era un maravilloso cuento de hadas, una especie de idealismo buenista producto de una ensoñación de seres angelicales, y aunque era sabedor que era más fácil recuperarse de una bala que de un favor, nuestro amigo prefería sonreír a lanzar espumas de malas caras para amargar la vida de quienes le rodeaban. Se empeñaba en ver lo bueno y positivo de las personas y las circunstancias, a estar todo el día lamentándose de lo mal que iban las cosas, y se esforzaba siempre en tratar a los demás como a él le gustaría que lo obsequien, con amabilidad, educación y respeto. Huía de andar obsesionado con desconfianzas y malas intenciones, y no era de los que intentaba llamar la atención, haciendo sentir mal, disgustar o molestar a los otros, sino buscando con su actitud, si era posible, su mejora y aprendizaje.
Tal vez, Fulgencio había descubierto que lo importante, no era el éxito y el triunfo, que no podemos vivir con el único objetivo de tener más que los otros, ser más ricos y poderosos que quienes nos rodean, que estamos llenos de paradojas, contradicciones y conflictos que somos incapaces de resolver, si continuamos con nuestras conductas y nuestras formas de relacionarnos. Es posible, que nuestro hombre hubiera aprendido, tras muchos tropiezos, que la vida era una larga lección de humildad, y que como decía Noel Clarasó, “lo malo de mucha gente, no es la falta de ideas, sino un exceso de confianza en las pocas que tienen”, y que estas no debían ser propiedad absoluta de nadie sino que había que compartirlas. Quizás pensaba que era mejor ser generoso y estimular, la novedad, la ilusión, las ganas de trabajar y el impulso de producir el salto hacia nuevas situaciones, que ser devorados por ese insaciable y destructible deseo de egoísmo y unicidad, que en la mayoría de las ocasiones sólo producen saciedad, cansancio y hastío, mientras que ser amable es en ocasiones una forma de ser invencible.
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