Notas de un lector

Alejandra Pizarnik, ternura y laberinto

Su “Poesía completa”, recién editada por Lumen en un delicado y delicioso volumen, reúne el decir turbador y oceánico de esta singular y renovadora poetisa

“La poesía es el lugar donde todo sucede. A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad”. Así de sincera y rotunda se expresaba Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936) en una de sus reflexiones recogidas en “Textos de sombras y otros poemas”.

Bien sabía la autora argentina que ese “lugar” lírico donde todo sucedía, era, a su vez, el espacio donde mejor podía desenvolverse, el hueco desde donde sus versos huían, gritaban, seducían, soñaban, encendían, al cabo, su vida y su certidumbre: “alejandra alejandra/ debajo estoy yo/ alejandra”.

    Su “Poesía completa”, recién editada por Lumen en un delicado y delicioso volumen, reúne el decir turbador y oceánico de esta singular y renovadora poetisa.
Ya en 2001, Ana Becciu se había encargado de agrupar para este mismo sello su obra lírica completa. Ahora, la propia Becciu incluye en este volumen, los libros de poemas publicados en vida de la autora, los poemas póstumos que ya aparecieran en 1982 en el título citado anteriormente, “Textos de sombras y otros poemas”, además de otros originales que han permanecido inéditos hasta la fecha.

     La original propuesta de Alejandra Pizarnik está presente a lo largo de todo su quehacer. Su decir es alivio y confesión, exaltación y quietud, promesa y tentación, memoria y adiós, ternura y laberinto: “esta lúgubre manía de vivir/ esta recóndita humorada de vivir/ te arrastra alejandra no lo niegues (…) te remuerden los días/ te culpan las noches,/ te duele la vida tanto tanto/ desesperada, ¿adónde vas?/ desesperada ¡nada más!”.
En 1955, vio la luz su primer libro, “La tierra ajena”, al que seguirían  “La última inocencia” (1956) y “Las aventuras perdidas” (1958). Tras este trío, dejó Buenos Aires y puso rumbo a un anhelado y anhelante París, donde, sin embargo, comenzó a sentir un desconsuelo y un desamparo que ya nunca la abandonarían: “Mentalmente me siento libre pero digestivamente vacía y melancólica”.

    De regreso a su ciudad natal -después de haber traducido a Michaux, Duras, Bonnefoy y haber tuteado a Octavio Paz, Julio Cortázar…-, publica “Árbol de Diana” (1962), que supuso un importante paso en su trayectoria, pero en el que ya se adivinaba una parte de su fatal destino: “La muerte siempre al lado./ Escucho su decir./ Sólo me oigo”.
En sus tres siguientes poemarios, “Los trabajos y las noches” (1965), “Extracción de la piedra de locura” (1968) y “El infierno musical”, son reveladores los miedos, las angustias y las soledades  que la invaden: “Presiento un lugar que nadie más que yo conoce”.

Su asistencia a los centros psiquiátricos empieza a ser asidua, mas su cura no resulta sencilla. El 25 de septiembre de 1972ingirió las 50 pastillas de seconalqueacabaron con su vida.-Ese mismo día, había recibido un permiso de su sanatorio por buena conducta-.

Su voz se hizo definitivamente silencio y su tragedia completó ese negro futuro que tantas veces había predicho. Para fortuna de sus lectores, el curso de su poesía permanece vigente y accesible, revolucionario y revelador: “Mi historia es larga y triste como la cabellera de Ofelia”.

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