Patio de monipodio

Adiós, casta

Solamente en India está institucionalizado el sistema de castas. Hasta la imposibilidad de subir a la siguiente...

Solamente en India está institucionalizado el sistema de castas. Hasta la imposibilidad de subir a la siguiente. Por eso es un elemento recurrente, una útil metáfora, para designar a quienes se han situado por encima de los demás, hasta llegar a sentirse fuera de todo compromiso, incluso moral, con quienes les eligieron como representantes. La palabra “casta”, pese a molestar a quienes define, está justificada en su acepción metafórica, dado el concepto de privilegio, pero existe posibilidad de subir al grado siguiente. Reñida, difícil, pero existe. Eso lo agrava. Por los métodos usados, más que nada. La democracia, una justa interpretación de la democracia, exige respeto a las minorías, posible y saludable sin mermar el poder de la mayoría. Pero estas mayorías ni a sus votantes respetan. De ahí parte su saña contra los jueces que buscan limpieza, o abortan cualquier posibilidad de oposición a su despotismo. Las “castas” en España se han impuesto en paralelo a las mayorías absolutas en solitario o a dúo. Pero la existencia de esa figura denota falta de salud en el electorado. Se ha vendido demasiado la “gobernabilidad”, ficción para encubrir el totalitarismo de mandar sin contar con el deseo, la necesidad y, no digamos, la opinión, de nadie. Comodidad para el gobernante, gracias al vasallaje de cientos de votos atados a una consigna en un Parlamento cautivo del o los partidos mayoritarios.

Lo que el elector precisa no es comodidad para los dirigentes, sino ser tenido en cuenta; ser representado. Y eso, los partidos mayoritarios no lo están cumpliendo. En España la partitocracia ha secuestrado y sustituido a la democracia. Por obra de la Ley electoral, las siglas se anteponen a los elegibles, en listas cerradas. Aquí no se elige personas, sino partidos que se reparten porcentajes de resultados, e imponen su disciplina a los electos. Un sistema electoral justo, permitiría elegir representantes que respondieran ante sus votantes. El Parlamento serviría para discutir cada propuesta, cada Ley, que debería ser decidida por mayoría real, por mayoría libre, no impuesta por la dirección de los partidos. El Parlamento, en nombre de la ciudadanía, podría controlar al Gobierno, en vez de ser controlado por el Gobierno, resultado de esta Ley electoral, dónde no se elige al Gobierno ni al Presidente.

El sistema actual fuerza el bipartidismo. Causalmente, políticos con más maldad que inteligencia, inventaron el puesto de “Jefe de la oposición”, limitando con ello la oposición a un solo grupo, para dejar la representatividad sólo a dos y orillar a los demás. Las elecciones del pasado domingo han insuflado aire a la depauperada política española y a la andaluza. Sin mayorías es difícil erigirse en dictadores; cualquier pacto será inaceptable para muchos militantes, y plantea más “ingobernabilidad” que un sistema abierto. El acuerdo PP-PSOE, requerido por algunos para frenar el ascenso de los nuevos eliminaría las diferencias formales entre ambos y ratificaría la cada vez más extendida sospecha de su coincidencia real, en tanto invalida todo esfuerzo verbal por parecer diferentes. Su despotismo de “casta”, marca su declive.

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