Notas de un lector

Los negros soles

En la selecta colección Papeles de Trasmoz, de la editorial Olifante, ve ahora la luz “Los soles negros” (Zaragoza, 2011) de Rafael Lobarte Fontecha. Este zaragozano nacido en 1959, licenciado en Filosofía y Letras en su ciudad natal, cultiva con devoción el gusto por las letras desde sus más diversos ámbitos. A sus trabajos en torno a grandes poetas (Homero, Virgilio, Dante, Camoéns, Gracián…), une los musicales (el canto bizantino…) y los artísticos (la obra pictórica en España de Rafael). Pero, sobre todo, su labor de traductor ha ocupado en sus últimos tiempos un lugar destacado. A la excelente versión del “Epipsychidion” de Percy B Shelley -editada en 2008 por Visor-, sumó un año después la “Antología poética” de John Keats (Olifante, 2009).


En lo que respecta a la poesía, su primer y único libro hasta ahora, “Aprendiendo soledad”, se publicó en 1979. Tres décadas después, Rafael Lobarte retorna al verso propio con un volumen signado por una clara tendencia a la depuración de la palabra, es decir por la continua búsqueda de un verbo más afilado. El poeta aragonés sabe cómo proyectar al mismo tiempo un delicado cántico donde se concentre la exaltación de la vida y el infinito legado que le han deparado las lecturas de sus queridos clásicos, sus mitos y sus héroes: “Apolo ha destensado/ su rubio arco celeste/ y ahora se corona de oscuro laurel./ Bate desacompasado/ su hueco zumbido el viento./ Cuando caiga la tarde, / agosto ceñirá/ túnica desusada/ de largo frío”, reza su poema “Atardecer”.

Dividido en tres apartados, el volumen se sostiene sobre un elemento unitario e integrador que es la Naturaleza. Si bien los espacios que aquí se reescriben resultan en verdad distantes y distintos, los signos comunes que fluyen en derredor del yo lírico se aúnan para conformar un territorio de íntimo cobijo.
Su primera parte, “Evocaciones”, recorre Alejandría, el Lago de Garda, la ciudad egipcia de Asuan (“El sol despide piedras/ por su agujero enorme./ El río se detiene/ bajo los arcos quietos./ Ni un asomo de brisa por la tierra./ Arde la eternidad”) o el Empire State Building de Nueva York (“un volcán gigantesco manando/ de la oscuridad).

En “Febril antorcha”, su segunda parte, el vate zaragozano se adentra en sus hondas galerías interiores y memora encuentros (“Te hice una señal/ cuando te vi surgir a la caída/ de la tarde blandiendo las espadas”), remordimientos, amoríos, pasatiempos…, que quedaron grabados “en el grave desierto de mi alma”.
“Los adioses”, sirve como coda y erige en protagonista al recuerdo: de un sobrino, de un pretérito desengaño, de un emocionado soneto al padre muerto, o una turbadora elegía a un amigo ya ido: “Porque cómo expresar este extraño/ y confuso vacío/ que has dejado en nosotros”

Rafael Lobarte ha completado un poemario de sereno clasicismo, apoyado en un verso muy bien dispuesto y muy cercano a aquel dictado que dejara escrito el gran poeta griego Odysseas Elytis: “Aprende a pronunciar correctamente la realidad”. Y esa misma y lírica realidad, es la que reparte y comparte, cómplice, con el lector: “Ven a adentrarte conmigo/ en húmedas sombras,/ que el viento no urge/ ni el viento resopla con furia”.

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