Lo que queda del día

Otra alegría de verano

Hasta a Rajoy se le ha visto contento estos días, como si él mismo se atreviera a pronunciar “qué alegría de verano”, de no ser por el disgusto con la deuda pública y quiero pensar que también con la tragedia de las pateras

Sostenía Stefan Zweig que la mayoría de lectores está convencido de que el escritor “trabaja ininterrumpidamente la fantasía” para crear sus obras. Pero advertía que, “en realidad, en vez de inventar, sólo necesita dejarse encontrar por los personajes y los acontecimientos, los cuales, siempre que haya conservado una elevada capacidad de mirar y de escuchar, lo buscan sin cesar para que los refiera; a quien a menudo ha intentado explicar destinos, muchos le cuentan el suyo”.

Hace un par de veranos recogía en esta misma sección el eco de una de las voces más peculiares de las playas de El Puerto, la de Rafael Pérez Sánchez El Papi y su “¡Qué alegría de verano! ¡Qué alegría!”, que pronunciaba desde la orilla para vender sus bolsas de patatas fritas mientras recorría una y otra vez El Buzo de una punta a otra.

Aquél fue el año de su jubilación y la playa ha perdido desde entonces a uno de sus símbolos, casi un eslabón del tiempo, el que ligaba el presente con la estampa tradicional y costumbrista de la playa de las últimas tres décadas. 

Esa playa, no obstante, aún conserva otro de sus símbolos, el Kiosco de Manuela, donde atiende a diario, desde hace no sé cuántos años, a centenares de niños y niñas como si se tratase de sus propios nietos, salvo que cobrándoles a cinco céntimos la gominola. Manuela tiene los ojos de azul turquesa intenso, como si viviera todo el verano asomada al mar en vez de al mostrador y las neveras de los helados, pero sobre todo hace gala de un cariñoso desparpajo que debe ayudar a soportar las largas y calurosas jornadas de junio a septiembre. La mayoría de sus clientes ya son fijos y conocidos, de tantos veranos, y le resulta más fácil reconocer a los hijos de una familia procedente de Madrid, Bilbao o Jerez que a cualquier famoso que acuda a comprarle un refresco, un polo o una bolsa de palomitas.

El viernes  pasado estaba haciendo cola al lado de Tomás Moreno Tomasito, que le pidió dos refrescos y una bolsa de gominolas. Mientras sacaba el dinero de un monedero como de piel de leopardo -a juego con el disfraz que luce en la portada de Azalvajao-, un pariente de Manuela se le acercó por el lado y le preguntó: “¿Usted es Tomasito, verdad?. Admiro mucho lo que hace”. El artista le dio las gracias y puso rumbo a su toalla, pero antes siquiera de pisar la arena, y después de que advirtieran a Manuela de quién se trataba, le dio una voz para que volviera. Creo que debió pensar que había un error con el cambio, pero al regresar lo que se encontró fue una petición: “Hijo, hazme aquí un baile de los tuyos que yo te vea”.

Tomasito se fue a la zona trasera del kiosco, se marcó varios repiqueteos por el cuerpo durante cinco segundos y después siguió sus dedos con la mirada apuntando hacia el cielo, como quien deja escapar desde el propio asombro el destello de inspiración. Fue suficiente. Aplausos de los privilegiados y elogios. Manuela fue más allá: “Pásate después que te voy a invitar a lo que quieras”. Cuando se marcha y empieza a atenderme me confiesa que no lo había conocido: “Pero es que ayer me pasó lo mismo. Estaba atendiendo a una señora y cuando se marcha me dice mi vecina: Anda Manuela, ya codeándote con la gente de la televisión. Yo le dije que de qué estaba hablando, y me dijo no te has dado cuenta de que era Ana Rosa Quintana. Yo que me voy a dar cuenta, con la de personas que pasan por aquí todos los días”.

Puede que tampoco lo haya advertido, pero hasta una señora ministra ha pasado durante varios días junto a su kiosco, aunque desconozco si habrá parado para comprarle un helado en alguna ocasión. De haberlo hecho puede que tampoco se hubiera fijado. Demasiado tiene con mirar por lo suyo después de un mes de julio en el que no podía evitar algunos gestos de preocupación. Agosto los está compensando. Sólo faltan de fondo las voces del Papi: “¡Qué alegría de verano! ¡Qué alegría!”.

Hasta a Mariano Rajoy se le ha visto contento estos días, como si él mismo se atreviera a pronunciarlas, de no ser por el disgusto con la deuda pública, aunque también quiero pensar que con la tragedia de las pateras.

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