Lo que queda del día

El visionario Burt Lancaster, 40 años atrás

Supongo que Pedro J. Ramírez terminará acertando, un día de estos, con alguna de sus apocalípticas profecías económicas –tanto va el cántaro a la fuente que al final termina por saberse el camino, que decía el humorista Pedro Reyes-, que es en lo que ha convertido su twitter personal. Tras su propósito no hay enmienda, salvo la de zurrar al errático y condenado gobierno de Rodríguez Zapatero antes de que el efecto Rubalcaba siga despertando conciencias. Sus enafatizadas sentencias, cargadas más de confidencializado interés que de hechos consumados, no distan, en cualquier caso, del terrorífico panorama con el que ilustran nuestra parcela de realidad los informativos nacionales, que se han convertido en toda una invitación al zapping a la hora del almuerzo. Habrá que agradecerles, al menos, que no intenten ocultarnos la verdad, aunque lo hagan sin renunciar a un reñido ‘prime time’ en el que siempre han vendido más las desgracias que las alegrías, salvo cuando España a en cualquier cosa menos en reducir el déficit o la prima de riesgo.


Sin embargo, detrás de esa encarnizada lucha por apuntar con el dedo en una misma, necesaria e interesada dirección –la del Gobierno central-, está la situación de cientos de miles de personas que han visto cambiar su vida de manera radical en el transcurso de los últimos tres años. Nuestros padres ya lo veían venir: Hay mucha gente viviendo por encima de sus posibilidades. La frase la hemos terminado adoptando, seamos parte interesada o no, como conclusión a una década tan irrepetible como irrecuperable, en la que miles de adolescentes abandonaron sus estudios a cambio de subirse a un tejado, hacer cuatro jornadas intensísimas de trabajo a la semana y lucirse en su A3 el fin de semana acompañado de su chica. Tenían todo el derecho del mundo, el mismo que a equivocarse, y ya se sabe: cuando te pones a hacer planes sobre lo bien que te va a ir en el futuro, Dios se ríe a carcajadas desde el cielo, que diría Al Swaerengen.

Nos acostumbramos a un nuevo estado del bienestar, a un buen vivir, en el que la posesión terminó por significarlo todo, tanto como lo ha sido perderlo todo para muchos años más tarde. Y sí, este Gobierno no hace más que empujarnos sobre un trampolín bajo el que se asoma una charca llena de cocodrilos, como si fuésemos polizones o los rehenes de un galeón para los que se acaba el plazo de espera, pero la tragedia de la crisis no está sólo en los números, en los mercados, en las agencias de ratting, en el peso de la banca, sino en las víctimas particulares, ya lo sean de forma directa o, peor aún, indirecta.

Cuando la crisis dijo “aquí estoy yo y vengo a daros hasta en el carnet de identidad” se cumplían cuarenta años del estreno de ‘El nadador’, una película de corte independiente interpretada por Burt Lancaster que, a día de hoy, sigue siendo uno de los relatos más desgarradores sobre el fracaso del sueño americano, pero también del estado del bienestar o del buen vivir. La vi por primera vez en la década de los noventa y ya entonces resultaba de difícil digestión, por la vigencia y proximidad del drama que describe, y por la contundencia del desarrollo de su historia, a la que resulta imposible permanecer ajeno. Y todos esos valores se han sobredimensionado con el estallido de la crisis económica mundial de 2008, que confieren al filme un carácter profético –este sí que lo es- por cuanto vaticina el derrumbe, no ya de un sistema económico concreto, sino el de los que lo han vivido artificialmente.

La película se desarrolla a lo largo de un soleado día de verano y arranca con la aparición de Burt Lancaster, en bañador, atravesando los setos de un chalet para lanzarse a la piscina. Con el ruido del chapoteo acuden los dueños de la casa, que reconocen inmediatamente al intruso. Se saludan amistosamente y el nadador les comenta que se ha propuesto atravesar toda la urbanización de lujo, de norte a sur, nadando a través de las piscinas que poseen sus amigos y conocidos en el trayecto hasta su propia casa. Sin embargo, a medida que va allanando nuevas piscinas descubres que el trato comienza a ser desigual, que o no es bien recibido o terminan hablando a sus espaldas, y que esa selecta comunidad tiene algo en común con los delatores de la caza de brujas: tuvieron que elegir entre sus piscinas y su dignidad y terminaron por elegir lo primero, como denunció en su momento Orson Welles. Y ese enrarecimiento del fantástico y exclusivo ambiente sobre el que el protagonista se ha propuesto el curioso reto termina por trazar un nuevo perfil del personaje, hasta culminar su recorrido, derrumbado, ante su casa, aporreando la puerta mientras la cámara se desliza por el jardín, la piscina, la pista de tenis y unas habitaciones abandonadas hace ya algún tiempo.

‘El nadador’ tuvo un propósito concreto en su día, aunque realizada bajo una conciencia universal que llega hasta nuestros días, enriquecida ahora por la contundencia con la que la crisis económica ha terminado por arrebatar a tantos empresarios, trabajadores y ciudadanos un modo de vida que sólo podrán añorar así pasen los años.

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