El Loco de la salina

Pesadilla en la Plaza Iglesia

El agua acecha podrida. Los niños siguen jugando, ajenos a la barbarie de unos mayores que no quisimos o no supimos dejarles una digna herencia.

La Isla. Nueve de la noche. Plaza de la Iglesia. Suenan revoltosas las campanas. El cielo, cansado del día, abre todavía sus ojos azules a la espera del descanso. Los niños juegan distraídos bajo una apagada luna a la expectativa. La gente apura cervezas o cafés a lo largo de la ancha acera de la calle Real. Lo que un tiempo fue parada de bulliciosos taxis, luego rotonda huérfana y más tarde indeciso proyecto, sigue esperando una futura remodelación siempre por llegar.

Nueve diputados de fino hierro graban su perfil en un paredón rectangular frente a la fachada de la Iglesia Mayor. El primero lleva en su mano un libro simulando que abre las puertas del porvenir. Una paloma desconfiada baja veloz a beber en el estanque. Nadie sabe exactamente qué significa la estampa de los diputados ni con qué misterioso propósito la puso quien la ideó.

¿Pretenden recordarnos la libertad proclamada por la Constitución de 1812? ¿Desean manifestarse contra la tiranía de un rey traidor que impuso a esta ciudad su nombre? La cuestión es que el agua, pensada para correr, allí ni corre, ni se inquieta. Nunca me gustó el agua parada. Es traidora, nido de esclavitud y foco de infecciones. Los niños siguen jugando y, cuando cae la pelota en el estanque, buscan la manera de atraparla para seguir dándole patadas.

Yo me quedo pensativo con mi nieta en los brazos. ¿Por qué? ¿Por qué sigue allí ese cuadro sin sentido? ¿Por qué han aprisionado el agua, cuando lo suyo es bajar laderas y surcar valles? Es inevitable que caigan sobre ella bolsas de patatas vacías, papeles inservibles, servilletas de los bares cercanos y toda clase de desperdicios.

Decía un poeta: “El amor es como el agua; si algo no lo agita, se echa a perder”. El amor a La Isla hace tiempo que lo están buscando. Y el agua de la Plaza Iglesia se sigue echando a perder día a día sin que nadie lo remedie. Por lo visto no hay manera de acabar con la pesadilla. Parece que la limpian de vez en cuando, pero a la vista está que es inútil el intento. Una niña busca el equilibrio para jugar sin caer al agua corrompida.

Los abuelos contemplan las travesuras de sus nietos sin perder de vista el peligro. Mendigos, como nunca se han visto en tal cantidad en La Isla, copan los pocos bancos que circundan la Plaza Iglesia. La vista se va al frente y cae de golpe sobre los contenedores que sirven de parapeto a los antiguos locales de telefónica.

El espectáculo es deprimente, pero ya nuestros ojos se han acostumbrado a soportar el panorama. Duele. Duele que una de las Plazas más bonitas de Andalucía quede de esa manera tirada por los suelos y dejada de la mano de Dios, exactamente igual que le ocurre al Ayuntamiento. Los diputados de hierro han mudado sus rostros y hoy, si se les mira a la cara fijamente, se les ve angustiados ante tanta desidia. No sé qué será de nuestra Plaza Iglesia.

No quisiera tirar la toalla, pero hasta echo de menos el celo con que aquel guardia urbano, inmortalizado por Quijano, dirigía el tráfico en todo el centro de la rotonda sobre un redondo pedestal aparentemente frágil. Eso se quedó para las postales antiguas y para los nostálgicos de un pasado que para otras cosas fue mucho peor. Sin embargo nos falta afán de eternidad. Se trata al parecer de vivir al día, que aquí se traduce como matar el mañana. Y es que en esta España de nuestros desvelos las cosas se hacen y se piensan para dos años vista y no para doscientos, aunque luego se queden en veinte. 

Pesadilla en la Plaza Iglesia. El agua acecha podrida. Los niños siguen jugando, ajenos a la barbarie de unos mayores que no quisimos o no supimos dejarles una digna herencia. ¿No habrá nadie que le eche al tema sentido común, visión de futuro y un poquito de ilusión por cambiar ese pedacito de mundo que se llama Plaza de la Iglesia?

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