El Loco de la salina

Un día completito

DESPUÉS de tantos preparativos, cansado de antemano y con infinitas ganas de que acabara el día que apenas había comenzado, terminamos por coger el camino. Nada más montarme en el coche, me percaté de que algo no iba bien.
El ojito derecho se me cerraba involuntariamente y el izquierdo se abría demasiado como llamando a la calma. El objetivo era claro: La Playa de Camposoto. El primer problema se planteó con excesiva rapidez.

Había que aparcar. Yo iba dispuesto a aparcar donde fuera para ahorrarme un euro, pero al final, agotado, terminé en el aparcamiento y se lo tuve que dar voluntariamente a un señor con gorra que me obsequió con un ticket de color en el que ponía que la voluntad no podía ser inferior a un euro y que, una vez cobrado, no se hacía responsable de nada. Mañana me pongo yo aquí con una gorra - pensé automáticamente.

¡La de cosas que caben en un coche, Dios mío de mi alma! Me eché encima la mochila, la sombrilla, dos sillas, la mesita plegable, la maldita sandía y otros accesorios. Atravesamos el puentecito de madera. Yo creía que los peces no comían pan, pero se comprende que la crisis ha llegado hasta el corazón de los caños y la verdad es que se comían las barras enteras desesperadamente. Al verlos recordé que se me había olvidado comprar el pan. Llegamos por fin a la codiciada arena. Se planteaba el momento más crucial de la jornada. Había que elegir un buen sitio y sentar los reales, aunque debía tener en cuenta que muy probablemente llegaran unos amigos y entonces necesitaríamos más espacio, mucho más espacio. Nos pusimos junto a una familia que, en cuanto nos vio llegar, ya supo que tenía el día hecho por mucho que marcara las fronteras. Descargué todo el material y me dispuse a clavar la sombrilla. La gente se cree que el momento no es importante, pero tengo que decir que es clave en el desarrollo del tema, porque psicológicamente te deja tranquilo el verte en tu territorio, bajo la sombra protectora y bajo el techo que te va a defender contra los malignos rayos del sol y contra los cafres de alrededor. Observé que en la playa todo funcionaba bajo unos patrones comunes. La mujer y los niños esperando que el hombre ibérico clave el palo en la playa; el hombre echado sobre el palo empujando y dándole mil vueltas; los niños diciendo que a ver cuándo acabas, los vecinos calibrando tus habilidades…

Colocada la sombrilla y montado todo el aparato de sillas y mesa, comienza el festival de la ropa. Habrá que ordenarla y también los zapatos. Ahora era el ojito izquierdo el que se me cerraba involuntariamente. Todo parecía entrar en razones, pero quedaba un paso más para iniciar el asunto: la crema. A los niños había que ponérsela sobre la marcha, pero a mí el cuerpo me pedía relajación, aunque yo lo que quería era lo mejor para él. Venga a frotar la cremita, mientras con el rabillo del ojo vigilaba el atrevimiento de los niños. Y es que se meten demasiado, no veo a uno, el otro no acaba de salir del agua, las olas…Me meto la crema en el ojo.

El vecino me advirtió sabiamente de que con el viento tenía que tener cuidado con la sombrilla. No me dio tiempo de llenar una bolsa con arena para sujetarla, porque aquello salió como un cohete provocando el pánico en la playa. Cuando la atrapé después de correr como un loco detrás de ella, regresé sobre mis pasos repartiendo perdones por toda la orilla y volví a clavar el pendón de Castilla no sin antes acordarme de la madre que parió al levante. Recuperado el ritmo, me senté por fin. Debía descansar, porque me quedaba lo más duro del día: la briega de los baños, la comida sin pan, la bebida caliente, recogerlo todo, volver al coche, colocarlo todo, llegar a casa, volverlo a descargar todo, los niños…

Y ¿saben lo que pensé? Una cosa muy tonta: que en el manicomio se está infinitamente mejor que en la playa.

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