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La limpieza de lo bello

“Conservar y promover la belleza de la Ciudad, es entender qué es o no contaminación por exceso o improcedencia de lo que visualmente reverbera en el conjunto de su paisaje”

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  • Ilustración de Jorkareli. -

También podría haber sido el título ‘Lo bello de la limpieza’.
Hay factores que no alteran el producto. Se suele producir en matemáticas y como ecuación es perfectamente demostrable y así estudiada en esas ciencias que tantas veces hemos denostado en nuestro bagaje personal, por esquivas, frías o simplemente difíciles de absorber en nuestro historial académico.
Sin embargo, éstas, las matemáticas, como también se ha demostrado, tienen su reflejo inmediato en muchos órdenes de la vida, participando, aunque subrepticiamente para muchos, en un sinfín de pequeños - grandes detalles y acontecimientos  cotidianos.
En el caso al que queremos referirnos y que enunciábamos más arriba, ese orden de factores y su producto inalterable, también demostrable por sentido común, viene a reflejarse en todo cuanto nos rodea.
Lo bello, como cualidad de las cosas, suele gozar de limpieza, claridad, amplitud y otras tantas condiciones que, en su contemplación, produce bienestar, satisfacción y alegría a veces no razonada capaz de sumergirnos en un estado y calidad de vida que nos acompaña, como las matemáticas, sin darnos cuenta por la calle.
Tenemos la belleza como bien raíz. Viene expresada en decenios, siglos de existencia acumulada a través del esfuerzo de miles de antepasados, quienes con más o menos fortuna dineraria, construyeron esta Ciudad para habitarla y con sus medios hacerla cada vez más digna de ser ocupada por aquellas generaciones que se iban incorporando.
Esa belleza tiene su fundamento en grandes edificios históricos y monumentales, plazas, recovecos, angosturas, volados, escalinatas, columnas, arcadas, subidas y bajadas preñadas de luminosidad natural propiciada por el insistente e insistido blanco, año tras año remozado como diciendo seguimos activos, atentos, para que nuestras fachadas revistan incólumes frente al tiempo y permanezcan limpias frente a la tozudez de los tiempos.
Sin embargo, nuestra ciudad, también por necesidad e imperativo de la evolución de las épocas, ha venido llenándose de agentes extraños. Señales inequívocas de que aquel bien raíz se estaba transformando en aras de una exigencia para la que no se había concebido planificación de futuro, leyes que lo regularan y las preceptivas normas que previeran lo que ahora, por evidente, deforma o menoscaba ese bien raíz, esa belleza natural.
Hablamos de contaminación auditiva cuando el ruido del establecimiento cercano no nos deja descansar en nuestra casa. Cuando el escape de la motocicleta enerva nuestras neuronas al circular en un estrepitoso concierto de decibelios insoportable. Cuando el ambiente que nos rodea en un bar o en espacios comunes está atacando nuestros nervios al no poder mantener, en igual derecho, una conversación con el comensal que tenemos al lado. La conciencia del ruido como ente molesto, al menos, la tenemos.
Existe otra contaminación aparentemente menos escandalosa pero igualmente incisiva en la percepción y disfrute del entorno en que vivimos, que también determina nuestra calidad de vida y merma a veces esa belleza limpia de la que hablamos, produciendo en el inconsciente individual y colectivo una indefectible reacción y consecuencia: La contaminación visual.
Esos aleros de tejados, macetas, verjas, escalinatas, calles, plazas y monumentos, hoy día han sido asaltados por un ejército de alambre, retorcido en ocasiones, forrado en otras, presuntuosamente exhibido en las más, cual petulante conquistador sin conquista, viniendo a instalarse sin permiso del personal, sin oposición siquiera, sin ordenación y sin ordenamiento para la desgracia de la Belleza y de la Ciudad.
Esas presumidas antenas de pinchos, erectos y desafiantes que alardean en los tejados. Esos cables retorcidos y flotantes que cruzan calles sin necesidad de semáforo. Esos tubos que recorren fachadas cual conductores sin conductor. Esas señales en las rotondas que lo inundan todo y que parecen más que señales una exposición en vía pública de Art Nuveau. Esas antenas de telefonía que se levantan cual gigantes a la puerta de las casas en una intención de transmitir algo más que comunicación. Todo aquello, en definitiva, que constituye infraestructura funcional de una ciudad, acaba convirtiéndose impropiamente, por visibilidad, instalación e improcedente presencia en agente extraño y destructor de la limpieza que lo bello ha de tener, remitiendo el valor de lo genuino, histórico y natural a una suerte de enrevesado paisaje lejano de la alegría y disfrute que tanto vecinos como visitantes deberían poder disfrutar.
No nos desentendamos de la vista. El ojo, al igual que el oído, es transmisor inequívoco del bienestar. Al contrario y por igual el furor agresivo de lo metálico y fuera de lugar.
Conservar y promover la belleza de la Ciudad, es entender qué es o no contaminación por exceso o improcedencia de lo que visualmente reverbera en el conjunto de su paisaje.

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