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Testamento ológrafo

Es costumbre entre personas “ordenadas” la disposición de sus bienes para después de su muerte, con los límites que la ley impone en todos los casos...

Publicado: 22/10/2019 ·
23:06
· Actualizado: 22/10/2019 · 23:06
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Es costumbre entre personas “ordenadas” la disposición de sus bienes para después de su muerte, con los límites que la ley impone en todos los casos, en favor de determinadas personas familiares o no familiares. Y es lógico porque luego no se tiene cabeza para nada.


Nuestro Código Civil regula tres clases de testamentos  comunes,  pues existen otros denominados especiales, los dictados en tiempos de guerra, en alta mar o en país extranjero, sujetos a una posterior adveración ante las autoridades españolas, una vez cesadas dichas circunstancias.


De entre los comunes, el más frecuente acaso sea el testamento abierto, por el que se manifiesta ante notario y testigos la voluntad del previsor ciudadano, de suerte que su contenido es  conocido por todos. Otra modalidad es el testamento cerrado: en él, el testador comparece ante el fedatario público y le hace entrega, ante testigos, de un sobre cerrado, cuyas páginas ha debido firmar, manifestando -y así se hace constar- que efectivamente contiene su última voluntad que nadie conocerá hasta su apertura tras la muerte.


Sin embargo, existe otro testamento, que el Código regula minuciosamente y, curiosamente, antes que los otros. Se trata del llamado testamento ológrafo, sujeto a menores  exigencias y formalidades y que, por su sorprendente y súbita aparición, ha producido más de una desagradable sorpresa al frustrar las esperanzas de quienes aviesamente esperaban el óbito del familiar molesto y adinerado.


El mismo solo requiere que esté escrito por el testador de su puño y letra, así como la fecha de su redacción y su firma. Elsta figura ha producido no pocas disputas judiciales, esencialmente por los problemas derivados de la prueba de la autenticidad de la firma, debiendo recurrirse a peritos calígrafos en su caso. Pero lo cierto es que nadie tiene por qué conocer el contenido;  ni la existencia siquiera del testamento, salvo aquella persona a quien se confíe su custodia.
Al respecto, el Código exige un procedimiento de protocolización judicial. Así, el plazo para su presentación ante el juzgado es de cinco años desde el fallecimiento, sin perjuicio de la obligación del depositario de, una vez conocido el fallecimiento, comunicarlo en el plazo de diez días a la autoridad judicial.


Cuando otrora se estudiaba esta institución, solía ponerse un ejemplo acerca de la valencia del testamento ológrafo ciertamente curioso. Y es que parece que el Código se alía burlonamente con quienes quieren sorprender a indeseados herederos. Un señor había protagonizado un fugaz noviazgo con una adinerada dama. Esta le escribió, entre otras, una carta que decía, más o menos: “Querido Fulanito: … todo lo que soy, todo lo que tengo es tuyo…”. No había duda. Era su letra y allí constaba la fecha y la firma”. Sus legítimos herederos reaccionaron judicialmente en vigorosa demanda de aquella fortuna que amenazaba con escabullirse, hasta que el asunto llegó al Tribunal Supremo, quien calificó la carta como auténtico testamento, que favoreció sorpresiva y gratamente a aquel enamorado fugaz.  Así que mucho cuidado con los testamentos ológrafos. Los carga el diablo.

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