España

Tres hermanas

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El martes pasado, sobre las ocho de la tarde, el acontecimiento de mayor enjundia social y cultural de la ciudad se estaba escenificando en el salón de actos de la Escuela Politécnica y, sin embargo, no parecía que le importara a demasiada gente. A esa hora de ese día, nada había más importante que hacer en Algeciras que escuchar al trío con piano compuesto por las hermanas Marchena Caparrós: Daría, meciendo en su hombro el violín, Andrea con el violonchelo entre sus poderosas piernas y Leonor sentada frente a un piano de cola y recorriendo con su mano izquierda los graves más profundos y, con la derecha, los agudos más soñadores. Y consiguiendo con su técnica instrumental y su sensibilidad musical, que Mendelssohn, Brahms y luego Schostakovich, sonaran con la claridad, el compás y la armonía requeridos. Nada justifica no haber asistido a este concierto de cámara. Ni el más importante de los plenos o comisiones municipales donde se debatieran cuestiones vitales para la ciudad. No vi al alcalde, –perdiéndose la ocasión de ver la diferencia, al menos física, que hay entre un piano y un violonchelo–, ni a concejal alguno ni, lo lamenté profundamente, a Inmaculada Nieto, que la tengo por la concejal más sensible que se sienta en el equipo de gobierno.
   
En las tropecientas salas de los multicines, a esa misma hora, se estarían proyectando películas, muchas de ellas servidas de una violencia gratuita en la que una hemodinámica reventada por armas de la más variada precisión e impunidad, pintaba de rojo el inmaculado tapiz de la pantalla; otras en las que el terror psicológico cubriría la sala de una espesa pátina de congoja, artificialmente querida y vivida, en medio del familiar olor a palomitas y la efervescencia del refresco de cola por antonomasia. También era la hora en la que los bares empiezan a ser frecuentados por oficinistas de notaría hartos de dar fe de propiedades verticales, lindes controvertidas e inextricables testamentos leídos por los herederos con el colmillo retorcido y media sonrisa de hiena; por chicas de las tiendas de ropa que acaban de echar el cierre momentáneo a ese trajín incesante de tallas imposibles, y al impertinente, insufrible e insoportable clín digital del lector del código de barras, que trasforma esa huella impresa de la etiqueta en un cargo en su cuenta corriente; por parejas que han decidido cenar fuera y por grupos de amigos que pasarán un rato agradable tomando unos vinos, contándose unos chistes de obscenidad rancia y dándose codazos de complicidad cuando entrara alguna pieza que llamara la atención de su entrepierna.
   
Incluso puede que en algún quirófano, un cirujano de manos diestras le estuviera extirpando la vesícula biliar a algún paciente de la enfermedad y víctima de la lista de espera. Y no es descartable que una pareja de enamorados estuviera postrada ante Eros y celebrando con la liturgia más estricta el rito del amor, hasta conseguir que del pubis saltaran las chispas más encendidas de deseo.
   
Nada justifica la ausencia. El salón de actos de la Politécnica tendría que haber estado a rebosar. Sin embargo en las primeras filas se apostaron alumnos muy jóvenes del conservatorio que fueron advertidos con amabilidad y rotundidad de la inconveniencia de que sus bocadillos y chucherías competieran con la música que estaba dispuesta sobre los atriles. Algo más arriba se situaron algunos padres y familiares de los aguerridos infantes y, más allá, unos pocos ciudadanos melancólicos que hartos de escuchar sus CD de sonido digital original o remasterizados con técnicas muy depuradas, querían disfrutar del genuino placer de la música en vivo.

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