A sablazos

La corrupción, fruto de desunión, ha llenado los rincones y nos ha sorprendido. ¿Qué hacer?

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Siento gran respeto por las armas blancas, la aprensión no me dejaría gozar los giros de la esgrima. Ni con chaleco ni con careta de maestro evitaría la fría y punzante  imaginación de la punta del sable en el pecho. En Españas se desarrolló mucho este arte de la mano de Luis Pacheco de Narváez  y de su pluma con Grandezas de la espada, ya en el  1600.  La esgrima acabó en el duelo que es la culminación de la sinrazón y del triunfo de lo emocional. Quizás desde entonces vengamos  tocados de ácratas y poco razonables, temperamentales hasta lo absurdo y acomodados a la injusticia. Son pautas que persisten en el común.

De todas formas lo nuestro ha sido el navajeo a estilo del castizo pañuelo y manta al hombro con montera atravesada.  Todo menos el diálogo reposado y acordado de razones; y ahora no se puede improvisar sentados en el escaño. No es posible ponerse en acuerdo  ni para el proyecto más sensato. Todo es un desafío, aun la conversación más vana o el aserto desinflado  si no es acompañado de un taco resonante. A menos personalidad, mayor necesidad de latigazo restallante, así estamos a estas alturas. Se conserva esta tendencia en bajos sociales que con frecuencia lleva a la blasfemia como origen social. Es un tejido el nuestro bastante complejo y de difícil análisis  hilado como está a la misma raíz de lo religioso. Somos retorcidos.

En el frío molde de un raciocinio no cabe el adobo emocional que arrastra cualquier aserto de nuestro españolito medio. Siempre encontraremos aburrido afirmar  que dos y dos son cuatro. Simpleza máxima si no se dramatiza con circunstancias  que lo hagan atractivo o bien repitiendo hasta cargarlo de adorno. Nos encanta señalar con la punta del sable, que se rodea de sensibilidad, o bien en la garganta como en las películas  de El Zorro que encoge el ombligo.  Las salidas hirientes  son lo nuestro y en esta especial salsa se cuecen las opiniones de gentes que somos sensibles pero poco sufridores. Al menos así nos dice la experiencia.

Alguien defendía que el español ha gastado a manos llenas. No tanto, los pisos con su  hipoteca no explican este descalabro. Los políticos sí que han despilfarrado y no es necesario especificar; ahora nos quieren distraer para que olvidemos.  Pero que un pobre trabajador  aspire a tener un piso decente ahorrando toda su vida no es nada  extraño. Y si le quitan de golpe el sueldo, no es responsable. Son cosas tan de cajón que da grima repetirlas  y tan a la vista, que deprime que alguien defienda lo contrario. Él tiene su pensión gracias a que ha guardado, y aquí se equivoca: la tiene gracias a que la ha guardado en un país europeo nórdico, que si lo hace en España estaría como cualquiera. Nos han fallado los políticos, digo, y no estoy dispuesto a cargarme de culpa. Han entrado a llevarse los dineros a las Cajas. 

Pensemos que nos hemos catalogado como europeos insolventes los mediterráneos. ¿No es una casualidad sospechosa?  Italia, Grecia, Portugal, España: todos de sol abundante  sin la depresión de las nieblas, a distancia de la obsesión afilada del trabajo y del rigorismo de lo bien hecho. Normales, no hubiéramos caído en este pozo viscoso del interés sin la desidia lacerante del político.  La corrupción, fruto de desunión,  ha llenado los rincones  y nos ha sorprendido. ¿Qué hacer? Los nórdicos no son corruptos porque amenazan la mano furtiva, como en las ordenanzas medievales.  Ese extremo no cabe en este sol. Nosotros no saldremos sino con amor a España. Y esto no será hasta que adaptemos a nuestro ser los primeros pasos, un plan educativo, una escuela  humanista tomada en serio, que nos enseñe a querer sintiéndonos queridos. Ni pobres ni ricos; españoles.  Valorados. Esta es la España de los maestros que produce risa.

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