Manuel Prado Fernández

Quiero dejar claro mi admiración por cualquier hombre que cuando llega el aviso de que el ciclo se ha acabado, sencillamente se van.

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Ha pasado casi desapercibo y prácticamente casi nadie hubiera notado la ausencia si no hubiera sido porque su renuncia implica una de esas perversiones de la democracia que a un servidor le repatean cuando no se producen por un motivo justificado. La marcha de Manuel Prado Fernández, que es a quien me refiero, ha tenido más notoriedad porque le ha dejado el puesto a un candidato no electo que porque es de los pocos que han entendido el mensaje, o creo yo que lo ha entendido, de las elecciones pasadas.

Es normal que un hombre que lleva en la política tantos años tenga detractores hasta debajo de las piedras, porque de la misma forma que es ley de vida equivocarse, quien está muchos años en el lugar en el que las equivocaciones tienen consecuencias para terceras personas se equivoca más veces, sus equivocaciones afectan a más ciudadanos y la lista de agravios y agraviados crece exponencialmente, directa y por proximidad a los casos y cosas que tenga en su haber.

Pero dejando aparte esa leyenda negra que acompaña a todos los hombres públicos, es bien cierto que en la política, como en botica, hay de todo, desde los piojillos resucitados que tres días antes estaban dando cabezadas ante el jefe de turno, hasta los señores que se presentan para servir a los ciudadanos, independientemente de que a la larga se les aplique el razonamiento anterior, o sea, el de los damnificados por las decisiones que toman por el interés público. Generalmente el interés público de la mayoría, no siempre como máxima moral, sino oportuna y después, oportunista.

Yo voy a romper, gustosamente, una lanza por Manuel Prado, desde la autoridad que me confiere haber estado veinticinco años siguiendo desde un lugar de privilegio como es un periódico, la política local, los cambios que ha experimentado la ciudad, los logros de mi homenajeado y sobre todo, su capacidad para alternar los diferentes puestos públicos -e importantes- que ha ocupado con el respeto y consideración que todos han obtenido de él. Porque, lo del talante, pueden creerlo, no lo inventó Zapatero, aunque lo pusiera de moda.

Puedo asegurarles, basándome en datos de primera mano y cercanía, que San Fernando ha perdido a un hombre público con una visión de las cosas nada al uso, aunque los partidos políticos se encarguen de solapar las buenas intenciones, ideas y condiciones de quienes entran en la vorágine de la disciplina interna y la falta de criterio, medida esta última pensada para que los mediocres -mayoría, oigan- no metan la pata y para que los brillantes no eclipsen al líder de turno durante su turno.

La valía de una persona se mide en comparación con sus responsabilidades y es justo decir que cuando las ha tenido, a nivel andaluz y como responsable, nada menos, de la imagen de toda una comunidd autónoma, ha cumplido con creces y así lo han reconocido tanto sus compañeros y rivales políticos como los interesados en esa gestión.

De la misma forma y pudiendo haber dado pasos que hubieran hecho que la situación actual no fuera la misma, ha sabido quedarse en su sitio, dejar que los perros de la guerra descarguen la baba sobre el adversario y mantenerse en un segundo plano que se puede interpretar como se quiera, pero que un servidor, conocedor de ese veneno que se les mete a los políticos en el cuerpo en cuanto les ponen la medalla de lo que sea, interpreta como un ejercicio de disciplina por el bien común, sea el de su partido o el de la ciudad, que la cuantía del óbolo ni aumenta ni mengua la virtud.

Y sobre todo, miren ustedes, quiero dejar claro mi admiración por cualquier hombre que cuando llega el aviso de los administrados de que el ciclo se ha acabado, sencillamente se van con sencillez y esperan su próximo turno, si lo hay, que lo habrá, porque siempre llega para los que tienen algo que ofrecer.
Y la próxima semana hablaremos de la Diputación.

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