Notas de un lector

Áspera llama

Carlos Aurtenetxe (San Sebastián, 1942) atesora, hoy día, una amplia y rigurosa obra.

Cuatro décadas de entregada devoción al mundo de las letras, han hecho que Carlos Aurtenetxe (San Sebastián, 1942) atesore, hoy día, una amplia y rigurosa obra.
Desde que en 1963 viera la luz su primer relato, el autor donostiarra ha ido modulando una voz personal, plena de coherencia y acentuando su preferencia por la lírica que ahora se despliega en un extenso volumen, “Áspera llama” (Bermingham Editorial. Donostia, 2012), donde reúne una muestra de sus veintiún poemarios editados.

En 1977, “Pieza del templo”, significaba su bautismo poético. Ya entonces, Carlos Aurtenetxe, tomaba su inspiración de la lógica, o, lo que es lo mismo, de la ontología que trata el devenir del ser como si fuera una apariencia. Y no porque su conciencia estuviera lejos de la realidad, sino porque su búsqueda vital iba más allá de su propia existencia hasta poder hallar el verdadero destino del ser humano: “Me permito pensar sencillamente/ que a veces es falso todo,/ todo lo dicho./ Incluidos algunos entusiasmos./ Y nosotros (…) Ya sólo creo en el silencio,/ en los ojos perdidos,/ en el no pretender nada de nadie”.
Esa resignación, ese desánimo, inunda buena parte de esta antología y casa con las declaraciones que el propio autor realizara en 1978: “La causa de mi dedicación a la literatura, si causa se puede llamar, pueda que sea este inmoderado dolor que me produce el mundo”. Este sentimiento, cercano a la destrucción de los valores, derivaría en una tremenda duda, en una radical desconfianza. El necesario y posterior distanciamiento respecto a ese hondo desasosiego, le traería consigo un orden personal casi nihilista, una nueva valoración del hombre basada en esperanza, en la gran “aurora”. Y así parece expresarlo en “Las edades de la noche” (1981), un libro por donde circula una matemática más próxima a la armonía: “Inventaré países/ diminutos/ en donde tú y yo existiremostotalmente,/ lejanamente,/ para siempre,/ paisajes sin abatimiento ni distancia,/ edades sin fin para una sola mirada/ ardiendo entre los dos.”

Esta compilación, preparada por el propio Aurtenetxe, amplía la aparecida en 1990, “Palabra perdida”. En la introducción que firmaba entonces Fernando Aramburu, éste presentaba su poesía como “un gran concierto sobre la base de que el hombre ya no puede permitirse ninguna modalidad de inocencia”. Patricio Hernández, señala en el prefacio de este florilegio que me ocupa, que “su áspera llama seguirá ardiendo en él, y en sus lectores, mientras la tierra y el olvido mantienen su curso”.
Tierra y olvido. Y memoria, añadiría yo. Y también abismo, y belleza, y soledad y corazón. Porque los versos de Carlos Aurtenetxe suspiran por el alma de quien se sabe necesario demiurgo, poeta de honor y sacrificio. Sus libros, ordenados cronológica y despaciosamente, se anudan a una plácida lluvia de infinitas metáforas, de miríficas imágenes, de absorbentes simbolismos, que dan cuenta de su dominio verbal, de su amatoria tarea lírica.

     “Si algo es el poema es ese ser vivo, ese cuerpo que respiras y habrás de morir”, escribe Aurtenetxe a modo de poética. Pero, a buen seguro, que no será tal muerte sino precisa y creciente resurrección en el alma lectora.

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