Lo que queda del día

Descubrimiento... en Brujas (1 de agosto)

Estaban en lo cierto, Escondidos en Brujas no sólo es una de las mejores películas de la cartelera del pasado mes de julio, sino una de las mejores que he podido ver a lo largo del año -que sabemos que lo son cuando no dejamos de pensar en ellas una vez que hemos salido del cine, y, que recuerde, eso sólo me ha pasado en los últimos meses con Antes que el diablo sepa que has muerto-. Bajo producción británica, supone el debut en la dirección de Martin McDonagh, enfant terrible de la escena inglesa en la que ha sido uno de los más fieles representantes de la corriente conocida como teatro de la crueldad: varias de sus obras no han llegado a subir a las tablas debido a la violencia y crueldad de sus textos, y las que lo han hecho se han encontrado con convencidos detractores. No es de extrañar que, finalmente, haya optado por desarrollar su talento en el mundo del cine, donde ha encontrado la libertad adecuada para poner en escena sus, por ahora, escasas pero rotundas aproximaciones a un mundo en el que resulta necesario convivir con la violencia. Su primer trabajo fue un corto, Six shooter (2005), que le hizo merecedor del Oscar, y a continuación ha llegado esta curiosa (impresión inicial) y demoledora (sensación definitiva) ópera prima en forma de largometraje que, por momentos, resulta inclasificable -empieza como un drama, sigue con ligeros toques de humor negro, continúa como un thriller y finaliza con la intensidad propia de los grandes montajes escénicos-, pero en todo momento consciente de un desarrollo narrativo eficaz y fascinante: sus últimos treinta minutos son sensacionales. Recuerdo en una ocasión que José María Latorre -uno de los críticos españoles de mayor bagaje y mejores principios  cinematográficos- no ocultaba su aprecio por Casa de juegos, la primera película de David Mamet, y lo argumentaba asegurando que le parecía magnífica “porque no sabía cómo iba a terminar”. Algo similar ocurre en esos últimos treinta minutos de Escondidos en Brujas, en los que se precipitan los acontecimientos y todo queda a merced de un guión muy bien urdido plagado de momentos sensacionales, como el de Brendan Gleeson en la torre o el del acoso final al protagonista en medio del rodaje de una película en una plaza pública. El filme cuenta la historia de dos asesinos a sueldo, uno veterano (Gleeson) y otro inexperto (Colin Farrell), a los que su jefe (Ralph Fiennes) manda de vacaciones a Brujas (Bélgica) para que estén apartados de Londres, donde acaban de ejecutar a un sacerdote y, accidentalmente, a un niño que estaba en la iglesia. Durante varios días se dedican a hacer turismo por la ciudad a la espera de nuevas órdenes, aunque el paso del tiempo comienza a desesperar al más joven que, además, vive atormentado por haber acabado con la vida del niño. La película parece distribuida en tres actos -el pasado de McDonagh como dramaturgo sobresale en numerosos aspectos de la narración, tanto en la profusión de diálogos, como en la disposición de cada uno de los escenarios-: en el primero asistimos a los paseos de los dos matones por las calles y monumentos de Brujas, en un incesante recorrido turístico que parece ir en contra de la evolución de la historia, pese a que la misma se hace presente a través de las conversaciones y gestos de los protagonistas. En el segundo se describen los contactos que hacen con personas de la ciudad, hartos de la espera y de la presión psicológica que supone estar tan alejados de su territorio natural, y en el tercero se produce el desenlace, presidido por una explosión de violencia y sangre como colofón a las consecuencias deparadas por los actos de cada uno de los personajes. Los tres actos envueltos, además, en una magistral composición de uno de los músicos de cine más en forma del momento, Carter Burwell -curiosamente, autor a su vez de la excepcional banda sonora de Antes que el diablo sepa que has muerto-. Sin duda, un punto de partida más que interesante para no perderle la pista a Martin McDonagh, que parece haber encontrado, definitivamente, la forma de compartir con el público su más que apreciable valor como creador.

No todo iba a ser tan malo o prescindible como aparentaba en un principio.

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