Oda a los que no se atreven

Seguro que entre todos nuestros antepasados hay un gran cobarde que no se atrevió a cruzar un embravecido río

Publicado: 23/02/2018 ·
12:09
· Actualizado: 23/02/2018 · 19:23
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Voy en el coche. Odio conducir. En la radio se repite hasta el infinito y más allá el anuncio de una alarma para el hogar con detección anticipada. Pienso: ¡Genial!, ahora lo importante es que se instale en el Congreso de los Diputados, en los distintos parlamentos autonómicos, en las diputaciones provinciales y en los ayuntamientos de esta nuestra querida España. ¿Os lo imagináis? Todo el santo día pitando, la centralita colapsada… llamadas incesantes alertando sobre presencias sospechosas… el caos.

Un turismo se acerca y se acerca. Se pone tan cerca de mi maletero que por el retrovisor puedo contarle las pestañas al capullo que conduce. Es una carretera sin desdoblar. Línea continua. Cada tres segundos trata de adelantarme, frena y vuelve a su posición pegada a mi culo. Me pita porque para joder piso cada dos por tres el freno. En sentido contrario el tráfico no cesa, pero aprovecha un breve descanso para acelerar a tope y rebasarme. El que viene de frente le pita, yo le pito y él ‘escasodeneuronas’ nos pita a todos. Su próxima tarea: adelantar al siguiente coche. No puede, lo intenta, no puede, lo intenta, no puede… da bandazos cada vez más bruscos. Observo que se pone el teléfono móvil en la oreja. Será capullo. Mi opción: reducir la velocidad y mantener la máxima distancia de seguridad. No se me apetece morir con mi carne mezclada con la de semejante espécimen. Qué asquito me da el pensarlo.

En un mundo ideal, yo llevaría una recortada bajo el asiento. Mi coche tendría la potencia suficiente para darle caza. Lo sacaría de la carretera y allí, en un badén, le reventaría los sesos ante el aplauso generalizado de viandantes y agentes del orden. Alguien tenía que hacerlo, y ese alguien era yo, Superyounes. Pero ni tengo recortada, ni mi coche está para muchos trotes. Además, soy un cobarde. No me malinterpreten, soy un cobarde hecho a mí mismo. Un cobarde convencido de lo importante que es ese detalle para la supervivencia.

Los cobardes se acostaron con las mujeres de los valientes que murieron en todas las guerras vividas por nuestra humanidad, mezquina, pero humanidad. Seguro que entre todos nuestros antepasados hay un gran cobarde que no se atrevió a cruzar un embravecido río, que no se atrevió a probar esa planta que olía a mofeta, que dijo no a entrar en la cueva el primero, que se negó a encender una mecha, que pasó de probar el primer y rudimentario paracaídas, que desobedeció una orden y se quedó mirando cómo sus compañeros corrían, bayoneta al hombro, hacia el frente de batalla mientras al otro lado había un colgado divirtiéndose con su recién estrenada ametralladora. No tengo dudas que en nuestros árboles genealógicos todos contamos con un magnífico ejemplar de cobarde que se dio la vuelta, a pesar de los gritos que le acusaban de ser un gallina, para no pelearse con enorme hijo de la gran hurta capaz de partir un coco golpeándolo con uno de sus dos descomunales testículos. Estoy seguro que soy nieto e hijo de perfectos cobardes.

Estoy convencido de que mi tataratataratatarabuelo no fue el que desafió al César de turno, ni el que se ganaba la vida acercando su rostro a una cobra, ante un público asombrado.

Correr, llorar, gritar y esconderme forman parte del decálogo de mi vida. Y estoy orgulloso de ello.

Me acerco al pueblo. En la radio hablan de Cataluña, toda una novedad. En la rotonda de entrada un control de la Guardia Civil de Tráfico. Han detenido un vehículo. Su conductor está fuera, con la cara descompuesta. Paso a su lado, despacio, muy despacito, al más puro estilo Luis Fonsi. Me mira, me reconoce, lo reconozco. Es el capullo. Sabe lo que pienso y sonrío. Le suelto la mejor de mis carcajadas en la cara. Mira por dónde, al final llegaré antes que él a mi casa... o quizás me acerque a la suya y trate, de la forma más cobarde del mundo, de conquistar a su mujer.

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