No recuerdo, y lo lamento, el nombre de la señorita que nos guió en la visita. Era menuda, con los ojos oscuros y muy vivos detrás de unos gruesos cristales de miope. El pelo negro descansaba unos centímetros sobre sus hombros y contrastaba con la palidez de su cara y el blanco nuclear de la camisa, en cuyo pecho izquierdo lucía el anagrama de la oficina de turismo y una pequeña tarjeta de cartulina prendida con un imperdible en la que aparecían las banderitas que correspondían a los idiomas en los que podía expresarse. La verticalidad de unos pantalones gris marengo y unos zapatos negros remataban la sobriedad de la indumentaria.
La visita empezó por las habitaciones que usaban la dueña de la casa y sus tres hijos. Luego accedimos a las habitaciones que estaban alquiladas: un comedor y sala de estar común, una habitación para inquilinos de paso, dos habitaciones donde vivían dos funcionarios y, al fondo de la vivienda, la habitación que perteneció al poeta sevillano: una cama de hierro con colchón de lana y paja, la escupidera debajo de ella al alcance de la mano y el orinal en el hueco bajo de la mesilla de noche; a los pies una mesa camilla con brasero, algunos libros sobre ella y una ventana con visillos que Machado abría en invierno para que saliera el frío. Hasta llegar aquí la guía aderezó el recorrido con toda clase de explicaciones, anécdotas y sucedidos entorno al poeta, con una pronunciación castellana de eses que herían mis oídos andaluces.
Durante el recorrido, cuando llegamos a una de las habitaciones previas a la del poeta, observé que alguien miraba con atención una fotografía de grupo en la que estaba Machado junto con otros profesores y alumnos. La guía avisada del interés del visitante intervino: “Esa foto está hecha delante del instituto donde impartía clases de francés don Antonio aquí en Segovia”. A lo que inmediatamente repuso el curioso: “¡Ah, en ese donde daba aprobado general a sus alumnos!”.
En mi paso por las aulas como alumno, he disfrutado de profesores que desarrollaban su labor docente con una dedicación generosa. Recuerdo, por ejemplo, a don Víctor López Fenoy invitándonos a ir al instituto los sábados para diseccionar ranas y ver y aprender directamente lo que habíamos estudiado en unos apuntes cuidadosamente elaborados. Otros poseían una vis cómica o actoral y animaban sus explicaciones con gestos, mímica y cambios de registro y tono de voz que invitaba a la risa e incluso a la carcajada, al tiempo que captaba nuestra atención y fijaba el conocimiento que quería transmitir. También los había que desde los primeros días se alejaban del programa de la asignatura y en junio, cualquiera que entrara en la clase, se sentara y escuchara unos segundos sería incapaz de adivinar qué asignatura impartía aquella criatura. Yo nunca he recibido un aprobado general que, además de injusto, fomenta la vagancia y el descuido y arruina el gusto por el conocimiento y la tensión intelectual.
Ahora, para nivelarnos con los países europeos, nuestros ciudadanos tienen que tener un nivel cultural y académico que deben conseguir con esfuerzo y dedicación. “Don Antonio Machado fue y es un grandísimo poeta, pero como docente fue un desastre”. Tronó la guía.
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