El Fotógrafo Antonio del Junco, nacido en Sevilla en 1957, acaba de publicar un libro de fotografías del interior de los conventos de clausura sevillanos. Se trata de una magnífica obra con más de doscientas fotografías que dan una idea de cómo es la vida en esos espacios tan inaccesibles. Los textos están escritos por Ismael Yebra.
Fotógrafo del Consorcio de Turismo de Sevilla, ha publicado Sevilla ciudad eterna (2009), con Paco Robles, La luz (2008) y Otra forma de mirar la Catedral de Sevilla (2010), entre otras obras. En la actualidad trabaja en el proyecto de un libro sobre el espíritu de Sevilla para una editorial de Nueva York.
¿Qué ha sentido al fotografiar lo invisible?
–Si ya es un privilegio el hecho simple de vivir en Sevilla, con sus tres mil años de historia y belleza contenidos en su laberinto, el haber podido visitar los jardines cerrados de los conventos de clausura ha sido una experiencia especial y única. He sentido el misterio de la felicidad cotidiana, la dulzura de unas mujeres muy cercanas a Dios.
Conseguir penetrar en los conventos de clausura no es tarea fácil y más aun con una cámara. ¿Cómo consiguió los permisos?
–Pidiéndoselo al arzobispo. Asenjo es un hombre inteligente y bondadoso, y aunque no es amigo de trasgredir la esencia de la clausura, que es la contemplación y la huida del mundo dentro del mundo, me escuchó y me atendió, y supo que existía -y existe- la posibilidad de que enseñar la alegría de dedicar la vida al Señor puede ser bueno. Además mi coautor, el doctor Ismael Yebra, es médico de muchos de los conventos, y el hecho de ir con un hombre tan generoso y sabio y querido por las monjas, facilita mucho el acceso a los cenobios.
¿Qué le dicen las miradas de las monjas residentes en esos espacios?
–Que merece la pena entregar la vida por lo que quieres, y si lo que quieres es el mismo Dios, pues entonces el acierto es completo. Tienen una alegría enraizada en lo más profundo, en lo más verdadero.
¿Qué ha significado la luz natural en este trabajo?
–Un historiador del arte me comentó hace tiempo que el barroco se acabó hacia mediados o finales del siglo XVIII en toda Europa excepto en Sevilla, en la que sigue vigente. Somos barrocos, y es la luz barroca la que yo necesito cuando miro como fotógrafo, y cuando disparo para contarle a los demás lo que veo. Por eso me baso en los cuadros antiguos, en su luz, en sus penumbras y en sus densas sombras, cuando hago fotos. No imagino a Vermeer o Murillo usando un flash, aplastando las perspectivas o compensando con reflectores.
Es una elección libre, tan buena o mala como la de cualquiera, pero es la que he elegido. Por pura necesidad estética y casi espiritual.
¿Se le ha quedado alguna foto sin publicar?
–Claro, miles. Es un problema de espacio, de límites. Si son 300 páginas no son 301. Y ahí caben las que caben. Es complicado rechazar imágenes, pero eso pasa también con la vida, el famoso precio de la libertad. Si escoges un camino rechazas varios cientos. Duro. Pero inevitable. Ser libres es un regalo envenenado, hermosísimo, imprescindible, pero complicado y a veces, muchas veces, doloroso. Pero centrándome en las fotos, se han quedado fuera aquellas que no seguían la línea argumental y estética, las que podrían haber sido publicadas en otro tipo de libro sobre los conventos, más referidas a los simples ladrillos, las columnas, los patios, las cajas contenedoras de la vida, pero no la vida, o a las exactas obras de arte, magníficas, pero que no son el objeto de este trabajo, que es el de enseñar cómo dentro de esos lugares misteriosos y cerrados habita la felicidad.
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