Andalucía

El faro

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Virginia Woolf fue el centro de un grupo literario muy exquisito que tomó el nombre de un barrio de Londres, Bloomsbury. Está muy cerca del Museo Británico, donde miles de turistas visitan diariamente las riquezas arqueológicas que el Imperio tuvo a bien requisar en sus mil y una expediciones de colonización por todo el mundo, durante las cuales, aparte de tomar el té a las cinco, empaquetaban con rumbo a la metrópolis, las más bellas piezas de arte que han producido las civilizaciones más cultas de este planeta.

Virginia Wolf escribió dos novelas: Mrs. Dalloway y To the lighthouse , Al faro. Mario Vargas LLosa, en su ensayo La verdad de las mentiras acometió el estudio de la primera de ellas antetitulándola de forma lapidaria como la 'ceremonia de la banalidad'. Aunque esa banalidad - un día en la vida de Mrs. Dalloway - sirve para mostrar las dotes literarias de esa rara avis que suponía ser mujer escritora en la primera mitad del siglo XX. Y respecto a la segunda novela, Al faro, Antonio Muñoz Molina hizo unas agudísimas referencias hace unos cuantos babelias. Con la naturalidad, honestidad y vergüenza que le caracteriza, admitió que aun siendo académico de la lengua, lamentaba haberse acercado tan tarde a leer en inglés la obra de Virginia Woolf;  sugería que la traducción del título se cambiara por Hacia el faro, porque reflejaba mejor la intención de la excursión que se plantea hacia ese punto luminoso de la costa desde la primera página de la novela. Y por último, donde Muñoz Molina más se recrea en el goce literario es el capítulo central del libro time passes, el tiempo pasa. En el que el tiempo se convierte en el protagonista absoluto de la narración y va dejando la huella de su paso en lugares, personas y edificios.

En verano suelo subir andando hasta el faro de Punta Carnero. Me gusta mirar el arco azul de la bahía erizado al fondo por las chimeneas de Acerinox; conforme voy subiendo los bañistas de la playa de Getares van disminuyendo de tamaño hasta confundirse con la arena; sigo con parsimonia las estelas de los ferries y fast-ferrys que aran sin cesar el lomo espumoso de las olas; en un gesto de arrojo aventurero, rarísimo en mí, me acerco al margen izquierdo de la carretera, al precipicio, y me asombro al ver a aficionados a la pesca ubicados en los lugares más insospechados de roquedales batidos por las olas, lanzando sus aparejos allá a o lejos para conseguir una pieza de plata viva con la que poder justificar su intrepidez dominguera. Ahora en otoño, ya casi invierno, también subo pero en coche por lo que no puedo pararme a disfrutar de la vista hasta que llego arriba. Pero sea la estación del año en que haga ese camino, la mayoría del tiempo que me lleva ascender me lo paso reflexionando sobre cómo es posible que una corporación municipal de tan altos vuelos como la de Algeciras, pueda tener como unos zorros una carretera tan importante como ésta, que conduce a algunos ciudadanos directamente a sus domicilios y a la inmensa mayoría al más puro goce estético.

A María Ángeles Martínez, vecina de Algeciras que vive en el tramo más peligroso de esta carretera, no creo que se le ocurra escribir una novela sobre el ascenso al faro de Punta Carnero. Lo único que pide es que cuando vaya con su vehículo o cuando, aprovechando un hermoso día de sol, se pasee por esa carretera no se le venga encima toda la montaña y la arroje al mar.

Virginia Woolf se llenó los bolsillos de piedras y se adentro lentamente en el helado río Ouse y puso fin a su vida ante el asombro las truchas asalmonadas más afamadas de Inglaterra. A Gabriel Orihuela, concejal de Obras y Servicios de Algeciras, siempre lo he tenido por un tipo educado y cortés, y no creo que esté esperando a que los vecinos de Punta Carnero empiecen a saltar al vacío para dignarse a contestar a algunas preguntas o acelerar la reparación definitiva de esa vía a la vez, tan remota y tan cercana.

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