Resulta desolador asistir a la escena de algunos desahucios de familias en franca situación de necesidad. Las imágenes de los moradores en la calle, ancianos, niños, implorando desesperadamente compasión de todos nos la presentan las cadenas de televisión profusamente y una corriente de solidaridad nos sobrecoge súbitamente hasta la siguiente noticia al menos, sin perjuicio de quienes físicamente se unen a los afectados en actitudes a veces de virulenta hostilidad, políticamente orquestada, hacia las fuerzas de Orden Público que, generalmente, asisten a la comisión judicial encargada de efectuar la diligencia.
Conviene no olvidar que el arrendamiento es un contrato que encuentra su razón en el Código Civil y, más completamente, en la Ley reguladora del mismo en particular. Me refiero aquí a los arrendamientos urbanos y podemos concluir, en términos generales, que en su virtud se entrega el uso de un bien inmueble a un tercero a cambio de un precio o merced, como en su antigua definición se decía. La cesación del contrato, según dispone el artículo 1.569 del Código, tiene lugar por expiración del plazo, falta del pago, infracción de condiciones pactadas y destinar la cosa arrendadas a fines no acordados. Esta figura tiene el nombre de desahucio, que encuentra su origen en el Derecho Romano y genera doctrinalmente una permanente controversia, aderezada por actitudes políticas tendentes a la espuria obligación de algunos de alterar constantemente el orden.
Partimos, por tanto, de un contrato válidamente celebrado que alcanza su término, las más de las veces, por la falta de pago del alquiler, lamentablemente por imposibilidad en multitud de casos. Emerge entonces la necesidad de cohonestar el derecho del dueño a recuperar el bien con dotar al ocupante de un remedio para su desesperada inminencia.
Sin duda, el derecho del primero es digno de inmediata protección pues nace del propio contrato y de la titularidad de su dominio. A veces, el arrendador vive de esas rentas y no puede ser desamparado, como tampoco deben serlo las personas jurídicas, incluso las rocosas entidades bancarias. Sin embargo, la situación del morador, ya ilegítimo, resulta merecedora de que la sociedad ponga término a tal desgracia.
Nuestra Constitución nos ofrece indirecta pero sustancialmente la solución a estas inaceptables situaciones y si su artículo 39 proclama que “los poderes públicos asegurarán la protección social, económica y jurídica de la familia”, el 47 establece rotundamente que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, añadiendo que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho…”.
Es indudable que si los servicios sociales de las administraciones subvinieran adecuadamente a estas necesidades verdaderas, las situaciones que lamentamos no se producirían y al mismo tiempo del obligado desahucio -es una simple operación de coordinación- se instalarían a las familias lanzadas, con las condiciones precisas y observancias legales, en una vivienda digna. En este tiempo de diversas pandemias, cuyas consecuencias de todo tipo recaerán, como siempre, sobre los menos favorecidos, me temo que tales situaciones dramáticas se van a multiplicar, aunque los políticos estén a otras cosas. Una verdadera pena.
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