Notas de un lector

Límpidos cristales

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“La cristalografía está detrás de todo”. Con titular tan rotundo, se iniciaba un artículo publicado el pasado mes de enero en el diario “El País”, en el que se daba cuenta de cómo “la farmacología, la química, la biología, y tantas otras disciplinas científicas necesitan de las técnicas cristalógráficas”. Confieso que tal aseveración, llegó hasta mí, el mismo día que un pájaro amarillo de amable canto, posó sobre mi mesa los “Cristales” (Huerga y Fierro Editores. Madrid, 2008), que Carlos Murciano ha ido puliendo en estos últimos siete años de esmerada creación.


Libro distinto de entre los más del centenar que lleva editados el autor arcense, y libro, a su vez, cercano y latidor. En él, ha vertido un buen número de aforismos, greguerías, pensamientos, microrrelatos…, que conforman una vasta summa de variados saberes y sabores, íntimos sentimientos, profundas reflexiones, irónicos apuntes y sabias sugerencias. De su mano, el lector va adentrándose en un universo personal y cómplice, donde descubrirá una temática tan múltiple como sugeridora. Todo ello, envuelto en una prosa plena de riqueza verbal y de precisa concisión.

“`Cristales´ es un libro de párrafos alineados por el tiempo, con palabras, pensamientos y sensaciones que han nacido, como la poesía y la música inesperadamente (…) Los párrafos tienen, cada uno, su identidad y su independencia, pero juntos, aunados como en un desfile de procesionarias, forman un todo espectacular, un libro hermoso, un libro amigo”, afirma en su certero liminar, el académico Ismael Fernández de la Cuesta. Y, en efecto, este volumen de atractiva lectura -y obligada relectura-, puede abrirse por cualquiera de sus páginas y penetrar con sosiego en el fulgor de sus muy diversos textos.
En ellos, Carlos Murciano rinde homenaje a los creadores que más cerca de él han estado en sus más de cincuenta años al pie de las letras: “Hubiera una Casa de la Poesía, y Gracilazo estaría en el recibidor; Lope, asomado a la azotea; Góngora, en el sótano; Quevedo, atisbando tras un visillo semialzado…”. Y también, a los que con su notas -su otra pasión- le han puesto música a su sonoro quehacer: “Hay un momento en el andante del concierto para piano nº 21 de Mozart, en el que el brazo izquierdo del que escucha puede dibujar en el aire cuatro naturales lentos, tersos, al ritmo de las notas. Y el bravo toro de la música se siente pasar, sumiso, sometido, como una brisa o una ola, viviente y vibrante”.

Pero también queda espacio para la crítica constructiva (“Con escasas excepciones, cuando un escritor -amigo o no-, pide “una opinión sincera”, está pidiendo un elogio”), para las inquietantes preguntas (“¿Dónde mueren los pájaros que mueren?”), para la broma (“El lema preferido de aquel pertinaz amante de la bebida era `Porrón y cuenta nueva´), para la greguería (“Ágata: piedra felina semipreciosa”), para las paradojas pajareras (“Del alcaraván: no gustarle la poesía”), para la cromática meditación (“La promesa tiene color azul; la mentira, negro”), para la memoria blanca de la infancia (“Vuelvo otra vez a la casa del pueblo. Hay un helor de ausencia en las habitaciones. Calla, detenido el reloj. Le doy cuerda, pongo en movimiento su péndulo dorado. Y la casa recupera el latido de su viejo corazón, lastimado de soledades”).

“Cristales”, en suma, límpidos y perdurables, cálidos en su transparencia, en su espejeante lirismo.

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