Notas de un lector

El peso que nos une

El premio Hiperión de este año ha cumplido sus Bodas de Plata. Desde que en 1986 le fuera concedido a Luisa Castro y Almudena Guzmán por “Los versos del eunuco” y “Usted” respectivamente, este joven, pero ya veterano galardón, ha ido sumando a su lista de ganadores un amplio y notorio elenco de poetas. Muchos de ellos, continúan hoy en lo más alto del escalafón, y lo que entonces fuera un primer y estimulador reconocimiento, el tiempo lo ha convertido en certera confirmación de sus ya constrastadas voces. Aunque queden otros en el tintero, baste citar como ejemplo los nombres de Jorge Riechman, Jesús Aguado, Alejandro Céspedes, Ada Salas, Fermín Herrero, Ana Isabel Conejo, etc.


En esta última edición, el premio recayó en “El peso que nos une” de David Hernández Sevillano. Este segoviano del 77 -con dos poemarios más en su haber-, ha pergeñado un límpido atlas por donde atraviesa una singular materia de asombro ante las cosas triviales. La poesía se transforma en esa tabla de salvación que le permite escapar de determinada superficialidad vital. Valiéndose de su propio verso, se guarece de aquello que a simple vista se ve, pero que no se siente sin una mirada suficientemente lírica: “Siempre admiré el valor de quienes salen/ en busca de una cita a ciegas con la vida/, de quienes saben habitar el riesgo”, confiesa en el poema que sirve de pórtico.
Y desde ese riesgo, su decir apuesta por una palabra y una voz que no experimenten el vacío, sino que sugiera de manera intuitiva y penetrante y no se esconda de la certidumbre de la realidad, pues “sólo somos el rastro que de nosotros queda/ cuando arde el silencio/ y trasciende la lluvia/ el lienzo de un paisaje obscurecido”.

Hay en este volumen mucho de indagación personal, de incesante búsqueda de la íntima conciencia, y, para ello, David Hernández se enfrenta a una serie de seres anónimos a los que pregunta y a los que hace responder, en un intento de síntesis con la otredad que le circunda (“¿De qué manera vuelve a complicarse/ este rito de noches y de días/”). No más de tres o cuatro poemas tienen un yo poético que sea real protagonista de lo que acontece, y en ellos, su discurso se torna emotivo y confesional: “En el fogón humean las luciérnagas./ Yo me siento en el suelo/ y te llamo a mi lado,/ no por lo que tu voz pueda ofrecerme/ sino por existir mejor cuando te nombro”.

Dividido en cuatro apartados, “Paisajes”, “El viaje”, “La otra parte” y “Herederos de la sombra”, el libro es un ejercicio de memoria en movimiento, en el que el vate segoviano se alimenta de un espacio y un tiempo comunes a su entorno y en donde los paisajes natales y los caminos hollados en busca de la felicidad mortal cobran acentuado protagonismo.
El uso de un verso muy bien ritmado y la sabia construcción interna de cada texto, completan un poemario brillante y de gratísima lectura, donde poder comprender por qué “la vida pide versos/ igual que la vejez pide caricias”.

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