Curioso Empedernido

Gumersinda Señorona

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Estamos todo el día y en todo lugar inmersos en un mar de contradicciones, intentado desvelar y descubrir el misterio de nuestras actuaciones entre lo que nos gustaría que sucediera y lo que realmente ocurre, cuidando demasiado de nuestra reputación y poco de nuestra conciencia.

Y en el colmo de ese viaje al encuentro de sí misma en un sin vivir contradictorio entre lo que estaba haciendo y lo que podía venir dentro de unos segundos, se encontraba nuestra Gumersinda Señorona, en una competitividad agotadora por ser la niña en el bautizo, la novia en la boda y la muerta en el entierro.

Ella, que era aragonesa de nacimiento pero madrileña de adopción, era el mejor ejemplo de esquizofrenia en sus comportamientos, al intentar permanentemente convencer a los demás de lo bueno y conveniente de intentar hacer lo mismo y lo contrario a la vez.

Había logrado casarse con un pobre hombre, débil de carácter e inseguro en sus actitudes, al que manejaba cual muñeco del teatro de títeres y al que hacía sonreír o irritaba según le viniera en gana, aunque a decir verdad, Gumersinda y su Cucufato, a fuer de dormir en el mismo colchón, habían terminado por ser de la misma opinión.

Resultaba agotadora e insoportable, porque en su afán de singularizarse y hacerse notar lograba justo el efecto contrario, y unos no la soportaban y otros no le hacían caso, con lo que ver aparecer a la pareja y salir pitando los más moderados y protestar los menos prudentes era un acto casi sincrónico e instantáneo.

En su ansiedad de protagonismo, provocaba una imagen entre ridícula y patética, como si fuera la única persona que habitara el mundo, semejando más a una máquina que a un ser humano, incapaz de admitir sus limitaciones, sus fallos y errores.

Su desmedido afán por aparecer ante los demás como la mejor, la más fuerte y la más rápida, producía hilaridad al principio y pena más tarde, ya que jamás renunciaba a nada y menos a favor de alguien que pudiera sacarle alguna ventaja, no fuera a ser que se quedara en un segundo plano, y entre cables cruzados y egoísmos entrenados provocaba la triste sensación de querer comerse el mundo cuando sólo intentaba tapar su inmensa soledad.

El virus de su egoísmo le salía a borbotones por la boca, y a chorros por la nariz y las orejas, y tras la careta que pretendía ocultar a la verdadera protagonista, se adivinaba que quien nos aparecía como atenta era sólo una cruel y despiadada déspota. La calidez que quería transmitirnos con sus bonitas palabras no eran sino la dramatización de una mujer fría y de acero y la cercanía que interpretaba no era sino el enmascaramiento de no importarle nada ni nadie.

Unos celos que eran uno de los mayores síntomas de su inseguridad, le convertían en una persona estúpida incapaz de admitir las críticas, que andaba perdida entre una tormenta de pasiones y un laberinto de ideas que le provocaban arrebatos y confusiones.

Gumersinda y su acompañante Cucufato eran de los que se apuntaban a todos los éxitos como propios y acusaban a los demás de todos los fracasos, y negaban a todo el que tuviera la fortuna de triunfar el pan y la sal, galopando y trotando alrededor de los mismos pero con la intención de aprovechar la más mínima oportunidad para meterles el dedo en el ojo.

Decía Machado que “cantando la pena, la pena se olvida”. La pregunta que podían hacerse muchos cucufatos y gumersindas es ¿será lo mismo con la envidia?

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