Gente, lugares y tradiciones

Don Jorge, hijo adoptivo y predilecto de Torremolinos (1)

Convertido en un hombre de profundas convicciones religiosas, se enfrascó en la lectura y estudio de la Biblia e inició una campaña de caridad a favor de los pobres y desvalidos del municipio

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En el cementerio inglés de Málaga, dos sencillas tumbas con sendas cruces, una junta a otra, testifican del profundo amor que en vida unió al feliz matrimonio formado por Mr. George Langworthy y Annie Margaret, emparentada con la realeza británica. Nacido él en 1865, en Inglaterra, y ella en 1873, en la India, decidieron un buen día de 1898 venirse a vivir a Torremolinos. Mr. Langworthy, don Jorge para los torremolinenses, era comandante de caballería del ejército inglés en la India y ahora, retirado de la vida militar, disfrutaba de sus días, junto a su amada esposa Annie, en el lugar que a su entender constituía el paraíso terrenal: Torremolinos. Aquí compró, en el puntal marítimo del pueblo, el antiguo fuerte de carabineros, que los nativos rebautizarían como Castillo del Inglés, donde hoy se yergue el soberbio conjunto residencial Castillo de Santa Clara.

 

    Acondicionó don Jorge el antiguo fuerte y en él se instaló. Dotado de un moderno generador eléctrico, el inmueble recientemente convertido en acogedor hogar fue de los primeros de la Costa en ser iluminado por lámparas incandescentes. En la puerta se estacionaba un espléndido automóvil, el pionero en el municipio y que era insólito motivo de admiración por parte de los autóctonos, que en su vida habían visto un carro autopropulsado. Hizo plantar el inglés, en el amplio y áspero terreno alrededor de la mansión, el más bello de los vergeles, que poco tenía que envidiar a la maravilla ajardinada de Babilonia. Dos estratégicos miradores, a ras del acantilado, permitían la contemplación inefable del vasto Mare Nostrum, ajado por el peso de la Historia y de los siglos. Para el cuidado de la finca y de la casa contrató don Jorge un eficiente cuerpo de trabajadores de la localidad. Durante largos años fue aquel bellísimo rincón el sustento de varias familias del pueblo.

 

   Amante del mar, su mar de Torremolinos, adquirió don Jorge una pequeña jábega pesquera que tripulaba su administrador y hombre de confianza, Antonio Campoy. Amaba también nuestro protagonista a los animales, especialmente a los canes, de los que se erigió en celoso defensor. De las tareas de secretaría se encargaba María Campoy, que en aquel paradisíaco recinto crió a sus hijos Miguel y Remi. Aún recuerda Miguel aquellos deliciosos tiempos de la niñez, cuando se entretenía en jugar con don Jorge y éste le mostraba alguna que otra cesta repleta de monedas destinadas a la caridad; pero esto ya sería años después, cuando el inglés regresó del frente.

 

    Un aciago día de finales de enero de 1913 se quebró la felicidad de la casa. Annie Margaret, con apenas cuarenta primaveras, fallecía, víctima de una irreversible pulmonía que le menguaba las fuerzas, en brazos de su esposo George Langworthy, para los suyos don Jorge. La dramática pérdida le causó una profunda secuela psicológica de la que jamás se recuperó. A la vuelta de poco más de un interminable año y medio, en 1914, fue el inglés reclamado por su ejército para contender en la Gran Guerra. Tras combatir en las trincheras de la primera y cruda batalla del Marne (Francia), y a la sazón herido y en un estado de aguda depresión, fue evacuado y trasladado a un hospital londinense. Durante su convalecencia contactó con adeptos de la Iglesia de la Ciencia Cristiana, que había fundado en 1875 la norteamericana Mary Baker Eddy. Era aquel un tiempo en el que se forjaban los cimientos de muchas organizaciones evangélicas de carácter escatológico. Profundamente interesado Langworthy en los escritos de espiritualidad y salud de la religiosa, se afilió al movimiento y ello fue el comienzo de su relativamente pronta, aunque no completa, recuperación.

 

  De regreso a su finca de Torremolinos, su vida dio un giro de ciento ochenta grados. Convertido en un hombre de profundas convicciones religiosas, se enfrascó en la lectura y estudio de la Biblia, a la vez que en el análisis de los escritos religiosos de la fundadora de la Iglesia de la Ciencia Cristiana, e inició una campaña de caridad a favor de los pobres y desvalidos del municipio. Habilitó algunas dependencias de su mansión y las convirtió en comedor y hogar de ancianos sin recursos. Al propio tiempo suministraba alimento a los indigentes; y a cuantos se acercaban a su casa les entregaba, a cambio de leer alguna página de la Biblia, una peseta de plata, cantidad nada despreciable en aquel tiempo. Tan noble acción le valió el sobrenombre de “el inglés de la peseta” y, como los lugareños no acertaban a pronunciar correctamente su nombre, optaron por llamarlo cariñosamente “Jorgito el inglés”, si bien cuando estaban en su presencia se dirigían a él respetuosamente como “don Jorge”, que era el tratamiento que también recibía de sus empleados, a quienes trataba como verdaderos amigos.

  

 El hipotético proselitismo del inglés no tuvo el plácet de la jerarquía eclesiástica, que reiteradamente prohibió a los fieles que se acercaran al Castillo. Sin embargo, dada la pobreza imperante, los parroquianos entendían que el estómago prevalecía sobre las devociones y, al fin y al cabo, leer una o dos páginas de la Biblia no era tan sacrílego ni se estaba en los tiempos inquisitoriales en que por el solo hecho de poseer un ejemplar de las Escrituras se estaba expuesto a ser acusado de herejía. El pueblo necesitado, pues, viendo que los socorros no les llovían de la curia, no tuvo más remedio que acudir allí donde, además de espiritualidad, repartían pan y pesetas.

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