Cartas a Nacho

Barbero

Lo “civilizado” no tiene nada que ver con la cantidad de libros que uno lee

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Si me ponen a elegir emperadores, prefiero al sevillano Trajano. Aunque sólo sea por el nombre de la línea urbana que une la parte más céntrica  de este ombligo del mundo con la zona más abierta y tolerante de la ciudad y que curiosamente tiene como marco de puerta dos columnas romanas.

Se va extendiendo, como una pringosa capa de aceite, el pensamiento del nuevo emperador. Algunos de los grandes intelectuales del siglo XX van desapareciendo. Muriendo por la inevitable ley vital de la vejez. Hace unas semanas lo hacía el sociólogo polaco Zygmunt Bauman, el pensador de la “modernidad líquida”. Aquel aviso que nos golpeó con la idea de que todo es líquido: el Estado, la familia, el empleo y nuestro compromiso con los demás. En la pasada semana desaparecía Tzvetan Todorov. El filósofo búlgaro afincado en Francia y Premio Príncipe de Asturias 2008 en su modalidad de Humanidades, aquel que nos definió con toda sencillez la complicada diferencia entre “civilizados” y “bárbaros”.

Lo “civilizado” no tiene nada que ver con la cantidad de libros que uno lee. Tampoco con el número de carreras que la persona estudia. “Muchos con esas características han cometido las más grandes atrocidades a la humanidad”, llegó a decir Todorov. Al contrario, la civilización tiene más que ver con la posibilidad de ponernos en lugar del otro, “en vernos a nosotros mismos desde el exterior en la persona del otro”; así de fácil, así de complejo.

Bauman y Todorov, desde hace muchos años nos están gritando y nosotros estamos en otras cosas. Estas nuevas ideologías que son viejas y que se van imponiendo en el imperio van encontrando alguna resistencia desde el ámbito judicial y el artístico. Lo último es la retirada en el Moma de Nueva York de algún Picasso y algún Matisse para ser sustituidos por pintores sudaneses, sirios o iraníes. Pero nosotros, la gente, estamos en lo que estamos.

De Bauman, de Todorov y también de la corrupción en Brasil, donde por cierto aprovechan los carnavales para aprobar las leyes más impopulares, estuvimos hablando mi barbero y yo en mi última visita a esa isla de paz llena de artilugios amenazantes que en manos del artista se convierten en artilugios milagrosos que no sólo adecentan, sino que también te proporcionan grandes dosis de placer.  Una ínsula perdida en un mar de peluquerías políticamente correctas donde, como Chuck Palahniuk en “El club de la lucha” el hombre recupera su masculinidad. Un paraíso que, como no podía ser de otra forma, está situado en la calle Trajano.

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