Álex de la Iglesia acumula no sólo 15 candidaturas por Balada triste de trompeta, sino semanas de polémica tras anunciar su decisión de dimitir como presidente de la Academia y un rapapolvo de su vicepresidenta y rival: Icíar Bollaín.
La directora, que opta a 13 premios por También la lluvia, se quedó a las puertas del Óscar el día que el cineasta vasco decidió soltar la bomba.
Si gana De la Iglesia, ¿acaso no será inevitable pensar que, por mucho León de Plata en Venecia que hubiera ganado anteriormente, ha sido un espaldarazo de despedida, como cuando Grace Kelly recibió el Óscar para coronarse en Mónaco?.
Si pierde, ¿será un castigo de aquellos que están en contra de su oposición a la ley Sinde que intenta frenar la descarga ilegal de cine on line que tanto daña la industria?.
Bollaín fue la única que le puso sin pudor los puntos sobre las íes (“tirón de orejas” dijo ella) a De la Iglesia en medio de toda la polémica, por lo que si finalmente resulta ganadora, algunos pensarán que fue esa la razón de su victoria y no el valiente abordaje a la colonización española con guión matemático y aún así emocionante de Paul Laverty.
La cineasta explicó en su momento que los votos estaban casi cerrados cuando estalló la crisis interna de la Academia, pero en realidad fue esta misma semana cuando se cerraban las urnas y a nadie le escapa la tendencia natural de casi cualquier persona a dejar las burocracias para el último minuto.
De ser así, no sería extraño que el alumno más silencioso de la clase, el mallorquín Agustí Villaronga, celebrara una victoria en catalán por primera vez en un cuarto de siglo, por la que es probablemente la cinta más compleja moralmente de las cuatro finalistas, y que se convirtió en la sorpresa del anuncio de candidaturas, con 14 opciones a premio.
Podría hablarse de un efecto de “neutralización de poderes” en la batalla de la directiva saliente de la Academia, pero sería la opción más lógica para devolver a los premios Goya de esta edición lo que parecen condenados a perder: el carácter estrictamente cinematográfico.
Al fin y al cabo, se haría justicia a uno de los nombres más atípicos del cine español, con un lenguaje insobornable desplegado en Tras el cristal o Aro Tolbukhin, que nunca tuvo en los Goya el justo reflejo de su prestigio internacional.
Pero tampoco sería de extrañar que, después de que los datos de 2010 apunten a uno de los años comercialmente más devastadores para el cine español en las últimas dos décadas, se alzara como ganadora Buried, de un director, Rodrigo Cortés, con visión hollywoodiense que rueda ahora con Robert De Niro y Sigourney Weaver en Barcelona.
Buried, con diez candidaturas, ya fue reconocido en los premios José María Forqué –que entregan los productores– por obrar el milagro de crear la sensación de superproducción con un presupuesto de dos millones de euros y sin salir de un sarcófago.
Y el cine español, qué duda cabe, necesita trucos de magia para salir de la crisis, aunque haya argumentos para pensar que pueda sonar no la flauta, sino la trompeta de Álex de la Iglesia, que la lluvia además de en Sevilla también en Bolivia sea una maravilla o que haya pan no para todos, sino negro y solo para Augustí Villaronga.
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