Plaza del Pósito

El pueblo

Los círculos concéntricos originados en el chilanco por un zapatero, te hacían salir del sopor. Como si las consignas de respetar la siesta, fueran...

Publicado: 03/06/2019 ·
23:25
· Actualizado: 04/06/2019 · 01:02
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Autor

Santiago Donaire

Santiago Donaire es un histórico militante socialista de la provincia de Jaén comprometido con su tierra

Plaza del Pósito

La actualidad política y social narrada en este espacio desde la experiencia de un librepensador

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Los círculos concéntricos originados en el chilanco por un zapatero, te hacían salir del sopor. Como si las consignas de respetar la siesta, fueran asumidas por todos los seres vivientes. Solo la rompíamos los chiquillos desobedientes, persiguiendo renacuajos, que también sesteaban entre el cieno y las eneas.

La mayoría de los nacidos en esta provincia lo hicieron en un pueblo, y muchos en un ambiente de agricultores. Siempre tuvimos cerca el origen donde reforzar el sentido de pertenencia, es más fácil ser de Ventas del Carrizal que de Madrid. Es nuestra identidad, por muchos doctorados que acumules o idiomas hables, siempre quedarán los orígenes. Como decía un amigo, cuando era pequeño no entendía que en su clase había niños que no tenían pueblo.

Hace unas décadas, las vacaciones en el pueblo, era una inmersión en un mundo en trasformación, que guardaba aun costumbres ancestrales, los trillos rodaban, no había agua potable y los animales convivían con las familias en la misma casa, los mayores contaban historias, mientras los chiquillos mirábamos las salamanquesas cazar palomicas.

Los niños no echábamos en falta nada pues teníamos lo más grande, la libertad, entonces no éramos conscientes de la discriminación que se hacían con las niñas, ¡nunca más! Pasábamos el verano con un único vestuario: un bañador, unas sandalias cangrejeras y un sombrero  de paja. La excepción, el domingo, por aquello de la misa de guardar. Nos hacían pasar por el agua calentada al sol en un  barreño de cinc, sometidos a la tortura de frotarnos  con un estropajo hecho con el suave esparto majado de una vieja soga “esfaratá”. En el caldo negro que caía por nuestras piernas iban todas las vivencias de la semana. En las eras, en el rio, cabalgando sobre cañas peladas, en caminos con un palmo de polvo, con espadas de tablilla, guerrillas con escalabrados incluidos. Solo había una norma y era respetar la siesta.

Da para poco la tirilla, otro día más. Hoy además de la libertad, un recuerdo a lo que más curiosidad nos despertaba y era el sexo,  por aquello de lo oculto. De los humanos apenas sabíamos, pero de los animales éramos unos expertos. Así  conocíamos como lo hacían los cochinos (que lo de cerdo lo aprendimos más tarde), lo espectacular de los caballos, lo efímero de las cabras, como se recreaban los gatos una y otra vez, los perros ordenados esperando su turno, un solo gallo con muchas gallinas, el conejo que era un peliculero y los caracoles que aunque hermafroditas no se privaban, eso sí en plan lento. Nosotros, la chiquillada, en la orilla del rio, sobre un tronco con los pies en el agua,  en la hora prohibida de la siesta,  recibíamos clases de algún mayor, pero nuestros pocos años nos hacían dejar la cosa pronto e ir a la caza del renacuajo que por entonces nos ponía más.

    El que reniega de su origen, destruye su nombre

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