Notas de un lector

El libro de la sed

Dividido en dos apartados, “Añoranza” y “Lavando claridades”, el volumen tiene un hálito común, pues se hilvana con la acentuada necesidad de hallar respuestas a tantos interrogantes que habitan en lo más hondo del ser humano

  • El libro de la sed

“El libro de la sed” (Guadalturia Ediciones, 2012), supone el cuarto poemario de Manuel Senra. Este arcense residente en Sevilla, dio a la luz en 1972 “Presencia del amor”, tres décadas más tarde, “Oasis prohibido” y dos años después su “Antología Personal”. En el prólogo que escribiera para tal ocasión Pedro Sevilla, anotaba: “Manuel Senra es un poeta maduro que sigue adelante, buscándose, adentrándose en sí mismo”.

Y desde esos adentros, surge esta nueva entrega, signada por un clasicismo temático que aborda el paso del tiempo, la sinrazón del fenecimiento, la memoria de lo vivido…. Todo ello, pergeñado desde una sobria coherencia, desde un verso libre sabiamente ritmado, que acompaña y que cobija: “No siempre es sed de amor; hay sed de muerte,/ y sed de angustia, de dolor, de llanto…/ Altísima pirámide de la ambición del hombre”.

      En su prefacio, el poeta vejeriego Francisco Basallote desmenuza con lucidez las claves principales del volumen y, al hilo de ellas, afirma: “Hay que abrirse los ríos de la sangre, quemar la noche, encontrar los cántaros vacíos, sentir en el costado la llaga de la palabra como dardo que un tenso arco de luz tirara para escribir versos de verdad”. Y Manuel Senra los escribe. Y los vive con el corazón abierto a la esperanza (“Sé que no moriré en este desierto,/ bajo la hiriente sílaba del agua”), con la certeza de que hay caminos distintos -¿distantes?-, por los que transita esquivando la melancolía, la irremisible cercanía del adiós. En ello se afana y para ello también necesita una señal divina, un impulso celeste que le haga enfrentarse a su duda mayor: “¿Quién riega, y con qué agua,/ los pensamientos que mueven el mundo?/ ¿Dónde está Dios, y en qué raíz habita?”.

     Dividido en dos apartados, “Añoranza” y “Lavando claridades”, el volumen tiene un hálito común, pues se hilvana con la acentuada necesidad de hallar respuestas a tantos interrogantes que habitan en lo más hondo del ser humano. El cántico del vate arcense es, a su vez, desahogo, grito, batalla cotidiana contra la negación incesante de la condición finita del hombre: “¿Cómo es posible habitar la muerte,/ si la muerte no es nada? Nada. Nada, pero/ ¿cómo es posible?/ No lo sé. Ni es sed./ Pero hasta aquí me llega -de aquel cuadro-/ la llama del paisaje”.
Un paisaje que deviene en territorios amantes, en una figura femenina, abarcadora, que se hace latente a lo largo y ancho de estas páginas, y a la que Manuel Senra pregunta, implora, relata, recurre…, y ama: “Y aseguro/ que tan solo sus labios/ enjugarán un día/ la sed que aún no destierro de mi boca”.

     “El libro de la sed” ha titulado el poeta arqueño su nuevo cántico. Pero podría haberse llamado también, “El libro de la luz”, “El libro de la vida”, porque hay en él, una patente certidumbre de querer mirar más allá de nuestra capacidad terrenal, de querer ascender hasta el cielo para poder absorber toda la claridad existente, y así, “sed contra sed”, dejar que el alma fluya como un río de inagotables anhelos, de desbordantes ilusiones: “Tú y yo no somos dos; ni yo soy otro./ Somos la misma sed de una esperanza”.

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