Con “Tulipanes rojos” (Visor. Madrid, 2012), Eduardo Jordá obtuvo el premio Emilio Alarcos en su novena convocatoria.
Mallorquín del 56 y residente en Sevilla, alcanza así su sexta entrega y confirma los sólidos cimientos poéticos sobre los que ha ido levantando su obra.
En su anterior volumen, “Instante” (2007), el vate balear apoyaba su decir en un verso elegante y de corte narrativo, y su cántico abundaba en una temática de cotidiana realidad, donde sobresalía la memoria de un viaje al extranjero, la ambigüedad de los renovados valores del hombre, y un emotivo homenaje a históricos personajes de ayer y de hoy.
Estos tulipanes rojos, que nos llegan plenos de aromática poesía, se detienen, a su vez, en los límites temporales del ser humano, en la necesaria y mágica comunión con la Naturaleza y en episodios y protagonistas de un siglo XX del que heredamos dichosas luces e inolvidables sombras.
Sabe Eduardo Jordá, que no es el poeta el redentor capaz de aliviar el dolor de cuantos viven en su derredor, pero sí es consciente del valor sanador de la palabra, de la posibilidad de crear mundos habitables donde el alma podrá mejor cobijarse: “Ven aquí, corazón …/… Descansa./ Escucha, escucha./ Estáte alerta./ Hay un pájaro, un río,/ y están dentro de ti./ El jardín del Edén está dentro de ti./ No rabies./ No desfallezcas./ Late despacio, aquí,/ aquí cerca,/ como quien duerme/ tras la primera noche del amor”.
Hay a lo largo del poemario un rotundo anhelo de concederle al hombre mortal una oportunidad más allá de su finitud, de abrirle una nueva vía para que no quede marginado del festival presente y futuro que concede la existencia: “Arde una luz/ que yo no veo./ Quizás es mi vida/ que ya se acaba./ O empieza una vez más”.
Si en su anterior volumen citado, Charlie Parker, Edward Thomas, Joseph Roth…, asomaban por entre sus páginas, y los escenarios de Manila, Palestina, Sevilla…, resultaban territorios muy próximos al autor, ahora, son otros personajes y otros paisajes los que habitan su verdad. Y así, Pieter Brueghel el viejo, Vladimir Holan, Beryl Graves -¡qué hermoso poema el dedicado a quien fuera la esposa de Robert Graves, titulado “La Diosa blanca”- y Holanda, Francia, su Mallorca natal…, van poblando de sutiles instantáneas este atlas íntimo.
Hay, además, en él, un lenguaje cuidado, que se quebranta, que se enerva, que se tensa o se destensa según lo requiera el poema, y que desnuda los sentimientos de máscaras u oropeles: “Ves, está claro que sobreviviremos/ a la anestesia del corazón,/ y a la yesca que no prende,/ aunque esa sequedad/ sea la vida, nuestra vida,/ la única que tenemos / aunque no nos guste”.
Mención aparte, merecen dos poemas de sobresaliente emotividad -“Ringelblum” y “Sonderkommando”- en los que el poeta mallorquín relata desde planos distintos los horrores de la Alemania nazi y de sus deleznables campos de exterminio. Con ellos -desde ellos- pretende avivar el recuerdo para que nunca más la humanidad pase por similares aberraciones.
Al cabo, un poemario de turbadora condición, coherente en su fluir, y cuyo verbo, sabiamente acordado, completa su recomendable lectura.
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