Notas de un lector

Poemarios que cobijan

Con “De la letra menuda” (Cálamo. Palencia, 2009), Fermín Herrero (Soria, 1963), suma un nuevo volumen a su selecta obra poética, que componen títulos como “Echarse al monte” -premio Hiperión-, “Endechas del consuelo” -premio Fray Luis de León-,“El tiempo de los usureros” o “Tierras altas”.

En esta entrega, el poeta soriano nos abre las páginas de su particular universo vivencial, y en forma de décimas libres va desvelando las infantiles añoranzas, la febril Naturaleza que lo acompaña, el eco de lo cotidiano… Envuelto en el manto de las pequeñas cosas que conforman su diaria existencia, canta y cuenta con un verso sólido y cromático, que cobija y que conforta: “…En la belleza/ está la verdad. Nuestra tarea, mientras/ podamos, ha de ser su alegría…”. Su decir, se acompasa al hilo de un cierto desencanto, pero del que también sabe extraer material para la esperanza. Además, conjuga con tino una poesía narrativa y reflexiva, donde prima un espíritu libertario y conciliador porque “…debajo del idioma/ está lo sustantivo, la trascendencia,/ si la hubiere”.
Dividido en seis apartados, “Lugar”, “Nieve”, “Lumbre”, “Ceniza”, “Mar” y “Hora”, el libro de Fermín Herrero Fermín Herrero atesora en su verbo una estética sensorial, un encantamiento de la realidad, que se abriga junto a su alma, ora delirante, ora desconsolada, y que sostiene la fe humana de este poemario de inquietante e íntima búsqueda personal, que rastrea la memoria y la torna música cómplice y sorpresiva: “…pues en el rumor/ del aire están los vivos y los muertos,/ en su jardín de arena. Está la destrucción,/ su paso. El tiempo manda, siempre”.

El pasado año, Pablo Méndez (1975) recogía en “Cadena perpetua” sus cinco libros editados hasta la fecha. Ahora, con “Ana Frank no puede ver la luna” (Ediciones Rilke. Madrid, 2010) vuelve a la carga con un cántico que ahonda en su visceral temática: los riesgos pretéritos de la juventud, su devoción por todo lo que arome a literatura y la permanente batalla en pos de una creatividad que limite al máximo con el hallazgo verbal.
El poemario viene signado por tres partes claramente diferenciadas; la primera, “Gato viudo”, tiene como hilo conductor el conmovedor recuerdo de la pérdida materna. El vate madrileño derrama su dolor y su ulterior deshogo en emocionados versos: “No, no sabéis lo que es / preguntar a las enfermeras:/ cuánto tiempo,/ sentir/ su respiración/ como un lamento débil y hondo”.
“París estación”, su segundo capítulo, hace balance y remembranza de personajes ya idos, todos cercanos y admirados por el propio autor. Y así, desfilan por estas páginas de homenaje, Azorín, Machado, Leonor, Ortega, Prados…, y de su mano amiga caminamos –unidos-, por una prosa poética y latidora.
Como coda, “Pequeña estación abandonada ”, es un conjunto de treinta brevísimas definiciones, que, cercanas a la sentencia o al aforismo, inciden en la concisa precisión de la palabra, a la que Pablo Méndez nos tiene acostumbrados (“poema:/ carta abierta/ interminable”; “cementerio: horizonte de voces/ que no se escuchan”), y que ponen broche a un conjunto de textos certeros y variados, para líricos paladares.

En suma, un par de brillantes poemarios, de obligada relectura y propicios para el invernal cobijo que nos silba.

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