Las redes sociales empiezan a rozar lo absurdo, convirtiendo la crítica en una parodia más que en una herramienta para el cambio, como podría ser, al margen de otros aspectos interesantes que nos pueden ofrecer. En estos meses he podido observar cómo las redes sociales se iban incendiando de cabo a rabo por cualquier chorrada, en las que muchos ciudadanos participaban y siguen participando sin argumento alguno y ‘vociferando’ sus controvertidas opiniones sobre los diferentes temas que supuestamente nos preocupan.
Es casi un nuevo enfoque de entretenimiento con ‘licencia para odiar’. Es la nueva era, esa que nos da una seudo libertad para decir lo que pensamos sin tener la necesidad de mirar a la cara a nadie, sin que dicho encuentro condicione lo que se desea decir. Todo es más fácil, más libre y con ello, las expresiones se vuelven más agresivas, más violentas y repletas de insultos y descalificaciones que llegan a profundizar de manera preocupante en lo personal y familiar. La crueldad con la que nos estamos moviendo en estos lares va más con ese libertinaje impropio: se escribe para herir, dañar y humillar sin ningún tipo de pudor, bajo la protección de la pantalla, que no evita lo más mínimo dichos objetivos.
Semanas atrás, durante las elecciones, hemos podido observar la carga tan dura que hemos podido leer sobre políticos concretos. Ya no hablamos de expresar aquello que no han cumplido o que no han llevado a cabo, o el nefasto trabajo realizado, que sería lo lógico y coherente, hablamos de vejar, humillar, ridiculizar a través de temas físicos, familiares, personales o el insulto por simple capricho. Esa es la supuesta libertad a la que nos estamos acogiendo para descargar nuestras frustraciones, nuestras miserias y malestares. Hemos creado una sociedad paralela desprovista de valores terrenales, donde lucir nuestras barbaries y alejados de la verdadera realidad, una mera impronta que se regenera y encrudece con cada like o respuesta, creando ese efecto bola de nieve que acaba arrasando con todo y con todos, al abrigo de esa nueva y confusa honestidad a la que muchos suelen apelar tras su groseras, malsonantes e hirientes exposiciones.
Es la ley del más canalla en la peor de sus acepciones y me temo que solo estamos en el inicio de esta nueva corriente despreciable, que empieza a ser valorada por muchos y sufrida por otros. Cierto es que ya existen leyes que amparan al pobre que le toque ser ‘descuartizado’ por algún colectivo o grupos de amiguetes, pero jamás son suficientes.
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