Un amigo me manda varias fotos realizadas en la sala de urgencias del hospital de Jerez para que compruebe que lo que me ha venido contando las últimas 24 horas va a peor. Hay colas en los accesos a la sala de espera, todo el mundo lleva mascarillas y hay varias personas aguardando en sillas de ruedas, alguna de ellas conectadas a una botella de oxígeno. Estamos en periodo de vacaciones y los sanitarios vuelven a quejarse de la falta de personal para atender la oleada de afectados por gripe, covid e infecciones respiratorias. La historia vuelve a repetirse y en vez de dar soluciones le ponemos nombre al miedo: tridemia.
Hay comunidades que van a imponer a partir de este lunes el regreso de la mascarilla obligatoria en los centros sanitarios, donde los propios profesionales han sido los primeros en animar a los usuarios a llevarla puesta. A lo lejos, apenas cuatro años después, como un recuerdo vago o el eco de una pesadilla, el impacto de la pandemia. Cada persona habrá hecho acopio de lo vivido y asimilado sus propios dramas. Ahora que acabo de realizar un trabajo de hemeroteca, he vuelto a revivir el sudor frío de aquel primer día en que nos reunimos en el despacho del consejo de administración para ver cómo íbamos a afrontar una crisis de dimensiones impredecibles, pero también el recuento diario de contagios y fallecidos como un angustioso parte de guerra en el que el frente podía estar instalado en el dormitorio de al lado o en la caja de un supermercado.
Pese a los contagios, la tos, las horas en cama para superar la fiebre, las tabletas de paracetamol o las visitas a urgencias, la economía va bien, que parece que es lo que de verdad importa: hace ya demasiados años que antepusimos el bienestar económico al de la salud nuestra y la del planeta. Hay empleo, las calles están llenas, el dinero fluye y hay nuevos gobiernos en las ciudades y en el Estado, sin tiempo apenas para generar desafectos y tensiones.
El PP muestra colmillo para atraer a antiguos votantes, ahora de Vox, con iniciativas de dudoso recorrido pero mucho ardor guerrero, y el PSOE ha lanzado a sus diputados a vender las excelencias de sus iniciativas sociales en favor de la gratuidad del transporte público o el nuevo estatus de los becarios, para así pasar página a lo de la amnistía y centrarse en las cosas de comer.
Deberían hacer lo propio con las de beber, y expresamente con el agua, de cara a un año que se presenta complicado si no llueve, y aunque llueva, también. La sequía no será la última y hay que hablar de trasvases, de instalaciones hídricas, de desaladoras, de reutilización de aguas depuradas para el campo, que es volver a lo de siempre y para todo: demostrar que somos fantásticos con los planteamientos teóricos, pero adictos al tropiezo cuando toca pasar a la práctica.
A la falta de agua hay que añadir la falta de gente. La Junta acaba de admitir el riesgo cierto de una Andalucía vaciada y ha identificado diez poblaciones, en su mayoría de la Sierra, con problemas de despoblación, y eso que en algunas de ellas da gusto vivir. Como en todo, además de beneficios fiscales para quien se instale, hay que aprender de otras experiencias. Ahí tienen a Chiclana y El Puerto, convertidas no sólo en destino turístico, sino en destino laboral a partir del fenómeno del teletrabajo.
Por lo demás, tampoco han cambiado tanto las cosas en este inicio de año. Algunas siguen casi igual que hace 150 años. Para comprobarlo basta con asomarse a uno de los cuentos más divertidos de Mark Twain, Cómo llegué a ser editor de un periódico agrícola, en el que un joven periodista releva durante sus vacaciones al director de una publicación sobre el mundo del campo y dedica todo ese tiempo a escribir auténticas barbaridades sobre cómo cultivar nabos, coliflores o maíz, hasta generar una expectación y desavenencias inusitadas con cada edición e incrementar ventas y tiradas. Más o menos lo mismo que ahora llamamos la tiranía del click.
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