Hasta el 17 de enero podremos contemplar en el Museo de Bellas Artes de Sevilla “La mano con lápiz. Dibujos del siglo XX”. Esta exposición, que fue ya exhibida con anterioridad en la Fundación Mapfre de Madrid con fondos de sus colecciones, nos muestra desde la línea modernista y ondulante de Klimt al cubismo de Picasso y las fantasías surrealistas de Dalí.
El recorrido se inicia con una detallista obra de Darío de Regoyos y una admirable cabeza de joven al grafito de Burne-Jones, que nos hablan muy claro de la sustancia del dibujo en contraste con la muchacha dormida de Schiele y dos preciosas acuarelas de Rodin que nos plantean los límites entre dibujo y pintura, o sea, la exacta definición del dibujo.
El vigoroso lápiz de Isidro Nonell nos lleva a unas “danseuses” que no son las mejores de Degas, continuando en el expresivo desnudo de línea continua de Matisse y la musculosa bacante de André Lothe, que desembocan en el puro cubismo de la guitarra, el libro y el periódico de Juan Gris. Esto es dibujo. Todo esto es dibujo. En cambio, no cabría encuadrar dentro de esa categoría el espléndido bodegón de Maruja Mallo, realizado con lápices de colores, la témpera de Gleizes o los “collages” de Schwiters y Remedios Varo.
Todos sabemos que el dibujo se caracteriza por la representación lineal anterior a la pintura y de ahí que nos entusiasme y gocemos de su espontaneidad libre de cualquier esquema manido o rutinario. Por ello, disfrutamos de la batalla de Joan Miró, de la mujer y el pájaro de Oscar Domínguez y también de la “Guérre esthetique” de D
En este sentido, qué hacen intercaladas entre estos dibujos las acuarelas de Klee y Moholy-Nagy, las témperas de Sonia Delaunay y Barradas y las aguadas de Picabia. Claro es que en las postrimerías del siglo XX se salva asépticamente la contradicción denominando a todo el conjunto “obra sobre papel”. Obras sobre papel son las acuarelas de Turner y Constable y no las presentaríamos en una exposición de dibujos.
Esta denominación es un buen ejemplo de lo que Dewey llamaba falacias de la crítica de arte de nuestro tiempo: la reducción de categorías, o sea tomar la parte por el todo, que conduce a la confusión de categorías, con la consiguiente confusión de valores y todo lo que ello implica en un juicio de valor estético. Una magnífica muestra, pues, en la que debemos hacer esta distinción. Finalmente, no hubiera estado de más habernos presentado también otra joya de la colección madrileña, esa cogida del torero del maestro Celso Lagar, compañero de Picasso en París, que murió ignorado de todos en Sevilla allá por los años sesenta del pasado siglo.
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