La Unión Internacional de Arquitectos ha propuesto el lema “Ciudades saludables, Ciudades felices”, con motivo del Día Mundial -en nuestro caso la Semana- de la Arquitectura. Con este lema, la UIA quiere llamar la atención sobre cómo pueden los arquitectos diseñar y construir espacios y paisajes urbanos que fomenten la calidad de vida, la salud y, en definitiva, la felicidad de las personas.
La verdad es que no nos lo ponen fácil. No ya sólo porque la crisis económica ha impactado sobre los arquitectos con gran dureza, dentro del deterioro total que ha sufrido el sector de la construcción, sino porque últimamente es la propia Arquitectura la que parece estar en cuestión para amplios sectores de la sociedad y, más en concreto, en la misma mentalidad de quienes deciden o con su influencia pública presionan sobre quienes deciden.
Cada vez más la Arquitectura parece estar dejando de ser una de las bellas artes que enriquecen y humanizan la vida de los ciudadanos y el desarrollo de la sociedad. Para esos sectores, en cambio, es una mera herramienta útil para construir bloques donde vivan las personas y trazar vías por las que circulen los automóviles, o como mucho construir edificios emblemáticos que resalten la gloria y el poder de quienes los encargan.
Deberían en cambio preocuparse del aspecto humanista de la Arquitectura, la parte de nuestra profesión que nos permite enfocar esas edificaciones y actuaciones urbanísticas pensando en las necesidades de las personas en cuanto tales, y no sólo como números de la demografía o consumidores de productos.
Cuando se descuida el carácter humanista es cuando nuestra profesión sufre el abuso de los condicionantes materiales, que deberían ser la base de la labor arquitectónica y no su camisa de fuerza. Cuando la economía entra mandando por la puerta, el lado humano sale expulsado por la ventana.
Ciertamente la situación económica ha agravado el problema, pero la crisis actual no es por sí sola la causante directa de la degradación de la Arquitectura. Por el contrario, la causa de esto que tanto nos preocupa es en el fondo la misma que está poniendo patas arriba nuestro sistema de vida: el peso excesivo del dinero, la mentalidad materialista que impulsa a la sociedad a atesorar y atesorar, sin saber muy bien para qué queremos el tesoro.
Hay muchas y variadas muestras de que esto está ocurriendo, entre ellas el intento, en el primer borrador de la Ley de Colegios y Servicios Profesionales, de acabar con el perfil propio de la profesión de arquitecto, diluyéndola en la amplia área funcional de las ingenierías. Pero donde más se evidencia esta infravaloración de la Arquitectura frente a la economía es en el predominio en los concursos públicos, cada vez mayor en estos años, de las condiciones económicas frente a los factores de calidad.
Los gobernantes aceptan progresivamente la necesidad de los concursos para decidir sobre proyectos públicos, pero luego imponen como primer criterio de adjudicación la oferta de honorarios más baja. ¿Para qué? Si el concurso busca la solución técnica arquitectónica más adecuada para lo que se quiere hacer, ¿cómo van a predominar los honorarios?
Es una contradicción para la que nadie es capaz de dar una explicación, sencillamente porque no la hay. Sencillamente porque lo sensato es que predomine el criterio de la calidad, el premio a la mejor propuesta, y no la rebaja económica que no tiene en cuenta los conocimientos, la responsabilidad, etc., de los técnicos intervinientes. Por ejemplo, en el concurso que ha anunciado el Ayuntamiento de Sevilla para diseñar un nuevo puente hacia la Cartuja, la remuneración económica es fija, y en cambio predomina el criterio de premiar a la mejor idea. Esperamos que en el futuro predomine cada vez más este buen criterio de premiar la Arquitectura, la propuesta pensando en las personas.
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