La tribuna de Viva Sevilla

Un paseo por Paco de Lucía

Más allá del fetichismo que suele suscitar la desaparición temprana de un artista, a Paco de Lucía se le reconocerá su vida, porque aún perdura, porque probablemente siga en vigor cuando el mundo y la historia hayan olvidado nombres rutilantes de hoy.

Más allá de unas manos de bronce, del rostro repetido, de unas viejas cartas y una larga ración de discos, Paco es una voz que nos habla desde ese limbo eterno en el que las nuevas tecnologías retienen vanamente la presencia de aquellos que ya se diluyeron en la historia.


Por encargo de la Bienal de Arte Flamenco de Sevilla, durante un mes, he tenido el privilegio de intentar atrapar el clavo ardiendo de su memoria.


En el Espacio Santa Clara, con la colaboración de muchas complicidades, logramos arracimar fotografías y trofeos, grabaciones ancestrales, partituras y cuerdas de guitarra, las piezas de un rompecabezas que se llamó Francisco Sánchez Gomes -con la ese portuguesa de Monte Gordo-, y que cuando moría febrero naufragó para la vida junto al mar Caribe con quien tanto quiso.


En calidad de comisario de una exposición que ahora viajará de otra forma hasta Algeciras y San Fernando, dos ciudades definitivamente unidas -pese a quien pese- por Paco y por Camarón, soy consciente de que el autor de “Entre dos aguas” es sencillamente inabarcable y que cualquier muestra resulta un pálido reflejo de un gigante.


Más allá del fetichismo que suele suscitar la desaparición temprana de un artista, a Paco de Lucía se le reconocerá su vida, porque aún perdura, porque probablemente siga en vigor cuando el mundo y la historia hayan olvidado nombres rutilantes de hoy, estrellas fugaces del poder, de la ciencia o de la farándula.


Su genio no cabe entre cuatro paredes ni en las palabras torpes que sus exegetas urdimos con la intención comprensible pero inútil de explicar su milagro cuando lo único que acertamos a ingeniar es un pobre balbuceo de nuestro asombro.


Creo que ha sido una exhibición fieramente humana, como un álbum familiar que nos reconcilia con un tipo que siempre buscó ser aquel niño al que su talento secuestró de su infancia, pero que no sólo le puso banda sonora a nuestra vida -como alguien mencionó en el simposio que acompañó a esta edición de la Bienal-, sino que brindó un hilo musical para el futuro.


Nada será lo mismo a partir de sus rumbas invencibles, de su reinterpretación de la música clásica o de la copla, ni por supuesto tampoco volverá a ser el jazz que hubo antes de que él y su sexteto irrumpieran en los escenarios mundiales como una impresionante carga de la caballería  del mejor compás. 


A pesar de todo ello o quizá gracias a ese sabio nomadismo musical, nunca dejó de ser flamenco, quizá porque el flamenco tampoco nunca dejó de serlo a pesar de ser una esponja contagiada de ritmos diversos, traídos hasta su casa común desde los cuatro vientos y los siete mares del mestizaje.


Resulta curioso que a estas alturas del tiempo, aún haya sombras que malinterpreten su heroica gesta de transformador de la música, de compositor y de virtuoso y no me refiero tan sólo a la desdichada interpretación de los derechos de autor que siguen formulando voces interesadas veintidós años después de la muerte de José Monge.


Es pintoresco comprobar cómo a través de la Red, de ciertos discursos ditirámbicos y de alguna que otra publicación, se asocia indebidamente a Paco con el purismo.


El creía en la pureza, sí, pero en la del sincretismo, en la que nace de sumar acentos y notas musicales, en la decantación de la armonía y de las costumbres que siempre fue ese viejo arte al que él sirvió siempre sin orejeras, respetando la tradición pero desobedeciéndola, como escribiera en su día Félix Grande. No ha sido una exposición, debo advertirlo, sino un paseo. Y nunca termina.

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