Recuerdo que a principio de los noventa, con la aparición de las primeras televisiones privadas en España y sus primeras producciones de ficción, se hablaba de la condición de las mismas como botes salvavidas para muchos actores y actrices en plena crisis del teatro. El tiempo parece haberle devuelto el favor al teatro, desde el momento en que la popularidad alcanzada por esos actores y actrices gracias a la televisión se ha convertido en el gran atractivo para devolver al público a las salas, para ver en directo a quienes durante tantas noches se han colado en su sala de estar.
Maribel Verdú, por ejemplo, no ha necesitado de la televisión para lograr ese reconocimiento, aunque sí fue una de las primeras actrices reclutadas para una sit-com española –Canguros, de Antena 3, en los primeros noventa-. Antonio Molero, en cambio, sí es uno de esos casos típicos –y afortunados- que, a partir de la popularidad televisiva (en Médico de Familia, Los Serrano y Buenagente), ha contribuido a devolver al público al patio de butacas.
Lo pudimos comprobar este sábado en el Teatro Vilamarta con la representación de El tipo de al lado, en la que ambos coinciden como únicos e inspirados protagonistas bajo la dirección de uno de nuestros grandes talentos de la escena nacional, José María Pou. El público llenó el auditorio y fue cómplice en todo momento de esta ágil, entretenida y también atípica comedia romántica a partir del encuentro en un cementerio de una joven e intelectual viuda con un granjero rudo y solitario que vive entregado a sus vacas.
Pou, que ya estuvo hace unos años en Jerez como intérprete con la brillante y exitosa La cabra o ¿quién es Silvia?, construye desde la dirección, con una invisible habilidad manifiesta, el feliz y agitado romance que discurre a lo largo del relato, fresco y actualizado, siempre de la mano de una pareja que aporta naturalidad y convencimiento a la previsible inverosimilitud de su relación.
La obra, que parte de la adaptación teatral del francés Alain Ganas sobre una novela de Katarina Mazetti, nos presenta a Laura, una mujer de 37 años frustrada por la reciente muerte de su marido en un accidente de tráfico, y a Pablo, un granjero de 39 que vive solo en el campo al cuidado de su ganado y de sus cultivos. Ambos coinciden casi a diario en el cementerio –la tumba del marido de Laura y de la madre de Pablo están una al lado de la otra-, aunque nunca cruzan palabra, solo pensamientos en voz alta en los que critican mutuamente su aspecto y el de sus lápidas, hasta que una sonrisa educada y cómplice les invita a fantasear con la posibilidad de entablar contacto. A partir de ahí se produce un acercamiento más íntimo que va poniendo de manifiesto la necesidad mutua del abrazo y del “conocimiento carnal” –como en la película de Mike Nichols-, así como las inevitables diferencias culturales “agudas” que los separan –el campo frente a la ciudad, las albóndigas frente a la ópera, los tractores frente a la lectura, el machismo frente al feminismo-.
El encuentro de hora y media sobre el verde escenario está plagado de aciertos visuales, a partir de una hábil e imaginaria construcción del espacio, incluso armonizado con leves acordes musicales –incluida la versión de Somewhere a cargo de Tom Waits-, pero es la naturalidad bajo la que se desarrollan los encuentros y desencuentros entre sus protagonistas y el humor que destilan sus apuestas y contradicciones los que mantienen al espectador alerta, empujándolo a su vez a reflexionar sobre la vida contemporánea y sobre la vida en pareja en particular, con todo lo que ello supone: el amor, la fogosidad, la ilusión, pero también el egoísmo, la individualidad, el rechazo…
Por fortuna, todo apunta a cierto optimismo, y eso es algo a lo que no renuncia ninguno de ellos, ni tampoco la obra con su acertado guiño final.
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