Por debajo del conflicto respira –lo correcto sería decir que se ahoga– una forma de concebir la Administración de justicia. Tradicionalmente a los ministros de Justicia y a los presidentes del Consejo del Poder Judicial se les llenan los discursos de loas hacia los profesionales a los que luego no visitan en sus juzgados para tomar nota de la precariedad de medios a la que se ven constreñidos. No van, ni ven lo que hay –carpetas amontonadas por falta de archivadores y espacio para ubicarlos, ordenadores obsoletos, programas informáticos incompatibles, secretarios de juzgado desbordados...–. Superados porque en los últimos años la litigiosidad ha crecido de manera geométrica mientras que los recursos a disposición de jueces y juzgados llegan con cuentagotas.
Claro que los jueces son un poder del Estado y que como tal gozan de privilegios que les debería compensar de otras limitaciones: por ejemplo el derecho a recurrir a la huelga. Frente a quienes así argumentan, me limitaré a formular una recomendación: que se den una vuelta por los juzgados, que hablen con los funcionarios y observen el marjal de sumarios, carpetas y demás papeles amontonados o simplemente puestos a cubierto de la intemperie en pasillos o almacenes improvisados; que pregunten cuantos casos lleva cada juzgado, que anoten el número de jueces y, por último, que pregunten por la cifra de casos pendientes. Si lo hacen, cambiarán de idea respecto de si los jueces deber emprender el camino de la huelga.
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