Mientras se tiene el escudo y la bandera de España a la espalda, se despide a las tropas que van a representar a España y a la comunidad internacional en el Báltico, Asia, Africa, Centroamérica y el Océano Índico, se proclama la democracia y la justicia, se abren los Años Judiciales, se inauguran las legislaturas de las Cortes Generales, se preside el Consejo de Seguridad Nacional, se reciben honores de la Guardia Real, se asiste a las Cumbres Iberoamericanas, se está en el Salón del Trono del Palacio en la Pascua Militar…..sus pensamientos no estaban en eso.
No es justo deslegitimar a ninguna persona por unos actos parciales de su vida. La valoración debe ser de conjunto. Siempre es así en la evaluación histórica de los personajes. Pero España, los responsables políticos y la ciudadanía tienen un problema: El rey emérito no es una personalidad de la historia pasada de este país, el emérito vive y sus circunstancias personales están siendo juzgadas por su propia generación, en vida. Los tejemanejes monetarios, contados sórdidamente por sus propias amistades de correrías financieras, son de ayer, no de tiempos pretéritos. Se están juzgando - es inevitable - por la opinión pública, llegue o no a instancias judiciales. Vivimos en la sociedad de la instantaneidad de las redes sociales y de la democracia televisada, como es bien sabido. Nadie puede escapar a ello, menos aún los máximos mandatarios de una nación. La cortina de silencio que durante años protegió al anterior monarca ha caído con estrépito. La culpa de lo acaecido es de él, pero no sólo de él. Medios, gobierno, servicios secretos y cargos de su real casa tienen responsabilidad compartida en la deriva tan penosa como espantosamente rechazable de hasta donde se ha llegado.
Se está ante un problema político de calado. Tan evidente es que el rey ha desligado su suerte de la de su padre, como que es rey porque lo fue su padre. Es la ley de la monarquía. Tiene la obligación constitucional de poner un cortafuegos bien visible para seguir representando con autoridad moral, con la “auctoritas” latina, que no la concede la ley, sino que se gana demostrando a los demás, a través de la experiencia, que se es digno de respeto, como escriben Rodriguez y Berbell.
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