Ser de pueblo no es lo mismo que ser de un pueblo. Parece lo mismo, pero no lo es. Ser de pueblo ha pasado a significar ser un poco catetillo, con los carrillos colorados, a ser posible con la gorra puesta hasta la raíz de las orejas y con una sonrisa en la cara que no se sabe muy bien a qué responde. Ser de un pueblo es otra cosa, es pertenecer a un grupo más o menos consciente de su historia, estar rodeado de unas mismas fronteras y hablar una misma lengua. Pero hay gente que confunde las dos cosas.
No sé si ustedes se habrán dado cuenta de que ahora que los mítines están a la orden del día, muchos políticos aparecen con el cuello de la camisa abierto, enseñando los pelos del pecho (los que los tienen), como diciendo sin decirlo, a lo tonto que ellos pertenecen al pueblo. No llevar corbata se ha convertido en un signo que pretende igualar al que no la lleva con el pueblo llano.
Como saben, todas las palabras tienen un inicio en la historia y algunas poseen una raíz muy reveladora. La palabra corbata tiene su origen en el italiano “crovatta”, procedente del francés “cravate”, vocablo propio de Croacia. Los soldados croatas mercenarios acostumbraban a utilizar una tela anudada al cuello como distintivo de su ejército. Los franceses, muy coquetos a la hora de vestir y a la hora de otros temas, se fijaron bien en el detalle, les gustó la cosa y copiaron el estilo de aquellos soldados dándole a la prenda el nombre de “cravate”, o sea croata, de donde proviene la palabra corbata. Y digo todo esto, porque uno tiene ojos y puede observar lo que nos mete la tele todos los días por las entendederas.
Pero en todo caso, con corbata o sin ella, pueblo se podría definir como esa cantidad de gente que sobrevive a pesar de las malas rachas, que no tiene más remedio que tirar para adelante como buenamente puede, que sube las cuestas de cada mes como Dios le da a entender y que por supuesto vota religiosamente, si vota, cada cuatro años como está mandado, y algunas veces, como ahora, a cada rato. El pueblo no está para pamplinas ni florituras; no tiene por qué vestir demasiado bien, ni le importa, ni la elegancia es su mayor debilidad. Considera que hay problemas más importantes que atender y no ve con demasiados buenos ojos llevar indumentaria inútil. Hay veces que viene bien ser campechano, asequible, es decir, ser uno más del montón.
Cuando alguien se pone una corbata, por ejemplo, ya en principio parece que mosquea y que pasa a ser del grupo de los elegantes. Dando un paso más, se les mete en la nómina de los que tiran más hacia la derecha que hacia la izquierda, siempre conscientes de que la mona es mona aunque se vista de seda. A los locos nos gusta llevar corbata, aunque aquí en el manicomio no dejan que la llevemos, no vaya a ser cosa que apretemos demasiado el nudo y escapemos de aquí por la vía rápida.
Pero pensamos que muchos políticos están equivocados. Ya los conocemos, lleven corbata o no. Sabemos por dónde respiran, vayan con corbata o no. Por no llevarla, ¿son más del pueblo? Más bien parece que son de pueblo. Y por otra parte, si muchos la llevan siempre en las grandes ocasiones, ¿acaso no es una gran ocasión dirigirse al pueblo llano con las mejores prendas de que se dispone? Nunca lo comprenderé. Por favor, desde aquí hago un llamamiento a los que erróneamente se dejan la corbata en el vestidor, creyendo con eso que ya son del pueblo.
Ser del pueblo es algo más que desabrocharse el primer botón de la camisa aparentando lo que no se es. Puede uno llevar corbata y ser un aprovechado; y puede no llevarla y seguir perteneciendo a lo que últimamente se le conoce por casta. Es lo mismo que confundir al que levanta el puño cerrado con un revolucionario, cuando se puede llevar la mano bien abierta y serlo mucho más. ¿Me equivoco?
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