Decía Fray Luis de León hace un montón de tiempo: “Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido y sigue la escondida senda por donde han ido los pocos sabios que en el mundo han sido”. Esto lo escribió en verso, porque en prosa sonaba mal a los oídos de los que pululaban por este desquiciado planeta. De hecho a Fray Luis de León le metieron mano y pasó años angustiosos de cárcel. El pobre mío, imitador de Horacio, escribió una cosa y vivió otra bien distinta.
Pero llevaba mucha razón el Fraile; y eso que no conoció los móviles, ni tuvo ocasión de probar Internet, ni sufrió la televisión…Si llega a vivir las historias en que está metido el ser humano a estas alturas y en su propia casa, se va de nuevo gustoso a la tumba y ayer hubiera celebrado su santo con más alegría si cabe.
No saben ustedes las grandes ventajas que nos reporta a los locos el hecho de estar encerrados entre estas cuatro paredes, atentos solamente a ver cómo van pasando tranquilamente las horas, aunque diciendo algunas pamplinas de vez en cuando para despistar. No veo yo al mundo preparado para el disfrute de cualquiera que lo habita sin más pretensiones que pasar una existencia pacífica y sin sobresaltos. Los telediarios ya superan el NODO y no nos ofrecen noticias, sino cosas espantosas.
Entre puntada y puntada el presentador o la presentadora de turno sueltan un par de asesinatos, cuatro violaciones, cinco suicidios y siete robos a mano armada, aparte del típico joven americano que coge una metralleta y se lleva por delante veinte o treinta chavales. Eso es lo que vende. De modo que ya nos estamos acostumbrando y el día en que falte la sangre nos va a parecer que nos falta el aire. Así está el mundo.
Decía Woody Allen: “Yo encuentro la televisión bastante educativa. Cuando alguien la enciende en casa, me marcho a otra habitación y leo un buen libro”. Para colmo esas tabletas y esos aparatitos llenos de lucecitas, que ya el más tonto maneja, nos deja desnudos ante el mundo. Hay que reconocer que ofrecen tantas opciones, que te marean y ya no sabes a qué botoncito darle. Lo tienen todo previsto.
Por otra parte, estás localizado en todo momento, se sabe dónde estás, qué has dicho, con quién ibas, a qué hora y de qué iba la cosa. Además cada día aparecen en el mercado nuevos añadidos a tanta locura. No basta ponerte al día, cosa imposible para el más avispado, y dominar tanto móvil, sino que debes actualizarte, si no quieres que el aparatito te domine a ti. Se puede decir que en tres días que te vas de vacaciones te has quedado anticuado. Y lo peor es que los niños de dos, tres o cuatro años navegan, que es como se dice, con una habilidad que te deja alucinado. Pero yo navegando me mareo y creo que terminaremos por prescindir de tanta tecnología, porque ahora mismo nos hemos convertido en puros esclavos del dedito moviéndose por la pantalla sin más rumbo que establecer comunicaciones con cualquiera, la mayoría de las veces para cosas inútiles e insulsas.
Mucha gente cree que ser un esclavo es ir con las cadenas en manos y pies, andar casi desnudos con un taparrabos, aparecer despeinados, mantener cara de mucha hambre y poner semblante desgraciado. No. Es un error. Se puede perfectamente ser un esclavo con chaqueta y corbata, ir bien vestido, bien peinado, con cara rolliza y amplia sonrisa. Basta con llevar un aparatito último modelo en la manita. Y no hay peor esclavo que el que ignora que lo es.
Así está el universo y desde luego que, o cortamos este itinerario de borregos o terminaremos con lo que hasta ahora es conocido como mundo contemporáneo. Por eso me gusta mi manicomio. Aquí nos negamos a aprender tecnología punta, porque no deseamos volvernos más locos de lo que estamos. Y, dado que ya sabemos de dónde venimos, la pregunta es: ¿a dónde vamos? La respuesta es fácil, pero no me gusta emplear aquí palabras malsonantes.
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