El otro día estábamos los locos comentando en el patio que fuera han perdido muchos los papeles y la vergüenza. El personal de hace años, que venía de tener que creérselo todo por la fuerza del dictado, está pasando a marchas forzadas a no creerse nada de nada. La palabra, que ha sido siempre orgullo de los hombres de bien y que, puesta por delante, bastaba para llegar a acuerdos que después se cumplían religiosamente sin necesidad de firmas, ha pasado a valer menos que un céntimo en el fondo de un pozo. De la gente formal y cumplidora se ha dicho toda la vida de Dios que era gente de palabra y con eso bastaba para tener a alguien en gran estima.
Sin embargo hoy la palabra se encuentra rebajada de categoría, hundida en la miseria, metida hasta las cejas en el estiércol y prostituida por quienes han antepuesto sus propios intereses a cualquier otro razonamiento. Estamos llegando a ser como Tomás, que le dejó claro a Jesús que hasta que no metiera el dedo en sus heridas, no se iba a creer eso de resucitar así por las buenas. Y a los místicos les extraña la postura de Tomás, cuando les debiera extrañar la de los que se tragan lo que les echen.
Todo esto viene a cuento del cuento del Hospital de San Carlos. Mire usted que se ha dicho que hay acuerdo ya amarrado entre Defensa y la Junta; mire usted que se está pregonando que las cigüeñas van a descansar y que las mujeres cañaíllas pronto van a parir allí; mire usted que no paran de decir que se comenzará por algunas especialidades médicas más urgentes para la población isleña, bajo el lema de primero las mujeres y los niños, como si de un barco a la deriva se tratara; mire usted que se está anunciando que después van a llegar otras muchas especialidades; mire usted que se está vendiendo el producto a los cuatro vientos…
Pues ¿se puede usted creer que los locos no nos creemos nada? ¿Se puede usted creer que ya nos pueden jurar con la Biblia por delante y poniendo en los labios juramentos por hijos y nietos, que seguimos sin creernos nada? Es verdad, nos hemos convertido en locos faltos de fe, aunque en nuestro descargo debo añadir que no éramos así, sino que nos han hecho de esa manera. Yo antes me lo creía todo. Me decía algún amigo en el patio lo del burro volando y yo lo buscaba en el cielo.
Pero ya hemos escarmentado y hemos dejado todos de mirar al cielo. Ahora miramos lo que tenemos delante de las narices y aun así estamos sembrados de dudas. Hemos llegado a esta situación empujados por miles de promesas incumplidas, por el choteo al que se nos ha sometido por unos y otros, por habernos visto manipulados por las boquitas de piñón que pregonaban un mundo ideal para su propia conveniencia, pero que se cachondeaban de todos nosotros a nuestras espaldas, por habernos sentido como pelotas de ping-pong manejados por este y por el de más allá ….
¿Se va a extrañar alguien ahora de que los locos hayamos perdido la fe? Lo que no hemos perdido del todo es la cabeza, porque de vez en cuando nos funciona hasta tal punto que podemos todavía ver con claridad en manos de quiénes estamos. Y entonces surgen las preguntas: ¿Qué pecado hemos cometido para tener que sufrir esta generación de bocazas? ¿Por qué tenemos que soportar tanta gente maniobrera, sin escrúpulos, mentirosa y sin palabra? ¿Por qué Pinocho tenía la nariz tan larga y a otros que han superado con creces a Pinocho no les crece nada? En fin, que lo han conseguido. Ya nadie cree nada, aunque me consta que hay cañaíllas que ya se ven en pijama por los pasillos del Hospital de San Carlos. Como no hay ya Limbo, habrá que inventarse uno para ellos.
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