Caemos en el tópico si decimos ´no hay peor ciego que el que no quiere ver´. Pero, aplicado a la cotidianidad que nos envuelve, la frase tiene más que un punto de razón.
A veces la realidad nos deslumbra y, en el mismo reflejo que produce, lo que debería ser luz se convierte en destello de incredulidad.
Así nos suele pasar a los seres humanos cuando nos encontramos con realidades que, lejos de la normalidad, se nos presentan evidentes, clarificadoras, expeditas de una forma de hacer las cosas a la que no estamos acostumbrados.
Nos suele pasar en todas las áreas de la vida. El grado de contrariedad, desencanto, dificultad o frustración alcanza ciertos niveles, al punto que no somos capaces ya de discernir entre el bien y el mal, pensando que todo camina por los mismos sombríos derroteros.
En ocasiones nos asiste la sabiduría, tanto de forma individual como colectiva y es esa sabiduría la que viene a poner las cosas en su sitio. Sin embargo, esto suele ser más difícil cuando las circunstancias, por adversas, no suelen dejarnos ver más allá del árbol frente al extenso bosque que se extiende a nuestro alrededor.
En una sociedad y los colectivos que la conforman, el bosque viene a ser la extensa área, casi selvática, de maneras de agruparse en torno a las variantes que se producen respecto a las formas de afrontar los conflictos e intereses, convergentes en ocasiones y divergentes en otras.
Pero por encima de enfoques y maneras de concebir el camino, existen realidades objetivas de las cuales no podemos desprendernos, ya que ello nos llevaría a una ceguera voluntaria más grave aún, a la que ciertamente somos proclives a diario.
Hacer oídos sordos, también suele ser un forma de ceguera.
Hay voces que se levantan de entre las aceras por donde caminamos, recordándonos que nuestros pies descalzos están a salvo, que no hay restos de cristales en ellas y que la limpieza garantiza nuestra salubridad.
Hay voces que se alzan desde las farolas que alumbran nuestras noches, recordándonos que es su luz blanca o amarilla quien dirige nuestros pies a casa después de una jornada de trabajo o unas horas de asueto en la temporada estival.
Otras voces nos hablan del aire que respiramos, distendido, cordial, cercano, del pueblo, al que se le ha querido dotar de todos los servicios comunes posibles, haciendo más oxigenado nuestro día a día en un impulso de embelleciendo de los parques, jardines, rotondas y zonas de servicio común, donde casi sin querer transitamos parte importante de nuestros días.
Son muchas las voces que se levantan desde la seguridad y limpieza en nuestros centros educativos, participativos y acción social, prescribiendo las fórmulas en que se asienta la colectividad. Son más aún aquellas voces que quisieron confiar y obtuvieron lo que solicitaron como recurso final ante una situación insostenible.
Pero, como a veces sucede, esa cercanía voluntaria, casi familiar, a veces calculada y no siempre valorada, ha venido a poner el colofón al asombro. Un asombro implícito en cada trazo, en cada pensamiento, en cada actitud e ilusión que tenía como objetivo rejuvenecer aquel aire y mentalidad que, históricamente anclada, sujeta, subyuga y no deja avanzar.
La revitalización de los pueblos pasa por nuevos aires donde no interfiere la edad, sino la capacidad creativa de impulsar hacia adelante a la colectividad que, de forma indudable, antes o después está destinada a la evolución. O lo que es lo mismo: el imparable sentido de las agujas del reloj.
Pero esta evolución, cual manzana en flor, no hay que mirarla desde lejos. Se trabaja a diario, sabiendo que las fronteras son más amplias que nuestra vista, ya de por sí sectaria y limitada. No somos el centro del mundo. Sin embargó si podemos atraer hacia el centro aquellos extremos que deambulan sin órbita aparente, ejerciendo por méritos propios la atracción natural que ofrece una fuente de luz, una estrella.
Quizá la prosa poética no tenga la explicitud de nombres y apellidos. Quizá sus imágenes no consigan evocar más allá de los significados. Pero lo que no cabe duda es que no podemos quedarnos en la grosera e incalificable forma de decir las cosas, donde aquellos nombres, apellidos e incluso imágenes, proyectan la parte más nebulosa de lo que somos.
El respeto a las personas habla de nuestra condición, tanto a nivel personal como colectivo. Es la vara de medir de una sociedad. Es la cata de salud cuyo índice lo expresa todo.
En definitiva, el respeto a la equidad puede liberarnos de la peor de las prisiones.
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