Como soy un puto genio, a veces elaboro teorías sin más base que mi experiencia. La mayoría de las veces son, cómo lo diría, tonterías. Otras, como la que a continuación relato, al cabo de un tiempo son refrendadas por estudios serios y guapos elaborados por investigadores que se tiran años para confirmar lo listo que soy.
Una prueba que refuerza mi teoría la descubrí la primera vez que fui con mi mujer, hace no mucho, a un hotel con pensión completa. El bufé libre. ¿A que ya saben de lo que hablo?Quienes siguen estos artículos, saben de mi obsesión con la pobreza y la miseria. Quizás sea porque me afecta de lleno, quizás sea porque me pasé la infancia sin agua caliente, ni papel higiénico. Quizás sea por la envidia que me generaban esos niños primero, adolescentes más tarde, jóvenes luego y adultos ahora, que tenían en su mirada una ausencia de miedo a no tener nada, un brillo en sus pupilas a base de buena alimentación, zapatos de marca y regalos de Reyes, unido a un porte físico basado en una seguridad en sí mismos que contrariaban, y jodían, a mi excelso y perenne complejo de inferioridad.
Huelo la pobreza. Sé quienes llevan varias generaciones sin que ningún antepasado haya tenido que rebuscar en el estiércol. Detecto a quienes aunque se vistan de seda hoy, sus padres, o como mucho sus abuelos, remojaban el pan duro para cenar algo. El mejor ejemplo, un servidor. Ahora económicamente doy pena pero tengo cosas e imito a la clase media, aún así, si te acercas, huelo a estiércol. A mucha honra, sí, pero hiedo. Mis hijos, si te acercas, cantan un poco, pero mucho menos que yo. Ojalá a mis nietos, la marca del pobre apenas se le note en una caries premolar. El otro día le dije al mayor de mis retoños que si quería un vaso de coca-cola y dijo que no, que prefería agua para comer. Flipa colega. A su edad, siete años, me ofrecen coca-cola o agua, y me descojono solo por preguntar.
No se trata de si hoy tienen dinero o no. Se trata de la marca del pobre, un tatuaje de miseria vivida que permanece generaciones en el alma, en los genes. Yo la detecto. Tengo amigos que incluso sin ducharse huelen bien, tienen dientes blancos, les rodea un halo de bienestar, aunque vistan mal o vayan de hippies. Tienen la piel suave, hablan con una cadencia calmada. Aunque vaya con ellos, aunque me parezca a ellos, si te fijas, sabes que nuestros pasados difieren. Quizás sea un extraño nerviosismo o una desconfianza congénita que supura por los poros de mi piel. Los que llevamos la marca de hierro de la pobreza actuamos como los perros que han sido apaleados. Aunque nos adopte una buena familia, cada vez que alguien levanta el brazo creemos que vamos a ser golpeados de nuevo y huimos o mordemos, depende de cada cual. Es un viejo miedo que nunca se va.
Una prueba que refuerza mi teoría la descubrí la primera vez que fui con mi mujer, hace no mucho, a un hotel con pensión completa. El bufé libre. ¿A que ya saben de lo que hablo? A la hora del desayuno, entré en el comedor y empecé a pillar de todo y en cantidades ingentes. En mi mesa no cabían los platos… beicon, huevos duros, jamón, yogur, fruta, salchichas, tostadas, como para alimentar a la mitad de Eritrea. Y los pillaba rápido, como si alguien me los fuera a quitar, con un ansia que me nacía de las entrañas, bajo una mirada concentrada en ganar la batalla de la acumulación. Ya algo más relajado, me senté y observé las mesas del resto de comensales. Dos o tres olían, como yo, a estiércol. El resto, sobre todo guiris de tez pálida y cabellos sedosos, apenas tenían un plato con escasas viandas. Y tragaban lentamente, masticaban la comida una veintena de veces, hablaban en voz baja y parecía que no supieran que podían pillar todo lo que quisieran, que podían reventar de comer sin un gasto adicional. No olían a estiércol. Yo comí como si no hubiera mañana, los huevos apenas los masticaba en homenaje a Paul Newman en la Leyenda del Indomable. ¡Era gratis, coño! Tenía que aprovechar.
Bien, voy concluyendo y enlazo con el inicio. Como soy un puto genio, a veces elaboro teorías sin más base que mi experiencia. La mayoría de las veces son, cómo lo diría, tonterías como aquella en la que relaciono los frenazos en la parte trasera de los calzoncillos con la ingesta de legumbres. Otras, como la relatada, al cabo de un tiempo son refrendadas por estudios serios y guapos elaborados por investigadores que se tiran años para confirmar lo listo que soy.
Resulta que el pasado año, investigadores de la Universidad de Northwestern (Estados Unidos, a 20 kilómetros de Vejer) descubrieron que “un estatus socioeconómico más bajo está asociado con niveles de metilación del ADN (DNAm), una marca epigenética clave que da forma a la expresión génica, en más de 2.500 lugares a través de más de 1.500 genes”. En otras palabras, la pobreza deja 'marca' en casi el 10 por ciento del genoma.
El estudio “desafía la comprensión de los genes como características inmutables de la biología que se fijan en la concepción. Investigaciones anteriores han demostrado que el estatus socioeconómico es un poderoso determinante de la salud humana, y que la desigualdad social es un gran factor de estrés”.
Y sí, les doy la razón. En el bufé libre más que satisfacción, lo que sentí fue un estrés del copón bendito y los que olemos a estiércol lucimos menos saludables, no solemos tener ese brillo en la piel, el cabello y la mirada que otorga varias generaciones sin haber pasado ni hambre, ni necesidades. Confirmada pues mi teoría de la pobreza marcada a ‘jierro’ fundido desde el alma a las caries.
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