La tribuna de Viva Sevilla

La otra Sevilla

Duele reconocer que a Sevilla la están convirtiendo en lo que no es, ciudad donde el sueño de vivir en el centro cada vez es más utópico, escribe Reyes Aguilar.

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Decía Don Antonio Machado que todo lo que se ignora se desprecia, mientras por una céntrica calle pasean aquellos forasteros que desprecian por desconocimiento la generosidad del escaparate de la eterna tienda de ultramarinos prefiriendo el oropel de un trozo de pizza reseco del escaparate.

Caligrafía de imprenta a dos euros el bocadillo con bebida, y el olor de la carne mechá y las legumbres de sus estanterías, esas que no se despellejan contra un browni industrial diseñado para que la permanencia en el estómago sea lo más duradera posible.

Y aunque aún haya algún nostálgico a quien le chirríe tanta modernidad rancia, acabamos aceptando las Setas quizás porque aceptamos su escalinata como uno de los tres graderíos que la ciudad tiene por antonomasia, junto al Archivo de Indias y el interior del patio San Eloy.


Son coordenadas secretas que aquellos de los google maps y palos de selfi afortunadamente desconocen, los mismos que llegan a Sevilla pensando encontrársela como en Bienvenido Mister Marshall, una ciudad de cartón piedra que cada vez se va convirtiendo más en el parque temático que ya parece ser. Y estémosles  agradecidos a John Nieve, a Lawrence de Arabia y también a George Lucas, por descubrirles el mejor escenario cinematográfico, a pesar de que Sevilla da para mucho más que la casa Martel, un paseo en coche de caballos y una fila de extranjeros obedientes tras un paraguas, ignorantes desconocedores de que lo mejor que a uno le puede pasar en esta ciudad de Cernuda y de Bécquer es perderse para que le busquen donde Sevilla es misterio.

Sevilla se atraganta de hoteles, de pisos turísticos que gentrifican sus calles y el corazón de su centro histórico para despojarnos de lo que nos pertenece, mientras vendemos la ciudad de los congresos con una red de transporte metropolitano escaso, lento y caro, por donde el  pasear entre sus calles estrechas empieza a convertirse en una osadía.

Sorteamos despedidas de solteros/as bajo el hazmerreír de Martínez Montañés y sus palomas, toldos con microclimas molestos y veladores repletos de extranjeros que beben sangría de bote y comen paella a las siete de la tarde, junto con alguna que otra niña a quien le han puesto un traje de gitana del chino que además de quedarle pequeño, se lo han colocado encima de su ropa. Amenizan la escena costumbrista un par de chavales guitarra en ristre destrozando una canción de Los Chichos.

Menos mal que en las guías de viaje no se ofrecen ni las azoteas, ni los bares de barrio, ni las butacas al fresco de las puertas, ni la persiana bajada al resguardo de la flama, en la retaguardia umbría del sol y la sombra donde se libra la batalla entre el fresco y la canícula. Si me pierdo que me busquen bajo el monumental laurel de la India junto a la Pila del Pato o coleccionando atardeceres de los que pintan de añiles y malvas la bajada del puente de San Bernardo.

Nos queda para los sevillanos la otra Sevilla, la del dejarse llevar por sus calles apartadas de la masificación de portales de internet,  ésa que se nos ofrece íntima, efervescente pero tranquila, calurosa pero silente, a quienes sabemos buscarla. Aquella que nos dejan los que se hallan inmersos en esa otra Sevilla de imanes para la nevera.

Decía mi amigo Pepe Luis acertadamente, que se había encontrado con un sevillano por la calle Tetuán y se había dado un abrazo, y es que duele reconocer que a Sevilla la están convirtiendo en lo que no es,  la ciudad donde el sueño de vivir en el centro cada vez es más utópico, donde te sientes extranjero cuando solo encuentras taquerías, bocaterías, bares veganos o sushi bar,  entonces es cuando buscas desesperadamente la barra de madera de Casa Vizcaíno donde agarrarte, con el único deseo de que a su dueño no le dé nunca por echar la persiana y dejar a Sevilla sin sevillanos, como diría mi siempre referente, Don Antonio Machado.

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