La apatía que caracteriza al jerezano medio, inversamente proporcional a la característica que se requiere para hacer poderoso -económicamente hablando- un municipio, tiene mucha culpa de la situación actual.
Hace años se cortaron viñas, y desaparecieron de un plumazo miles de botas en una ciudad donde los cascos bodegueros son ahora un recuerdo lejano de un pasado económico esplendoroso, y no pasó nada.
La ciudad tenía el reto de reinventarse, y eligió el camino fácil, el ladrillo y los servicios, amén de rascar el dinero a los turistas con la Feria del Caballo, el Gran Premio y ahora el fútbol. En definitiva, dinero rápido y volátil y base de una econonomía con pies de barro. Ahora, por si fuera poco, uno de los últimos símbolos de un Jerez industrial, la fábrica de botellas, está más lejos que cerca. Los franceses repliegan sus tropas, y aquí se reacciona, pero de una manera un tanto floja.
Si no es así, cómo se explica que en la protesta del pasado fin de semana se dieran cita alrededor de 1.000 personas para formar una cadena humana en torno a la fábrica, y sólo unas horas después 6.000 almas vestidas de azul conquistasen el Santiago Bernabéu para ver al Xerez. Y es que, pese al carácter histórico del partido, a cualquiera persona de más allá de las fronteras de Jerez le resultará difícil comprender las diferencias en las cifras. O es así, o es que tienen demasiado claro que aquí sigue bastando el pan y circo para tener contenta a un ciudad golpeada por el paro -más próximo a las 30.000 personas que a las 20.000-.
Con el tema de Vicasa, Jerez se juega algo más que el mantenimiento de uno de los últimos vestigios de su otrora poderoso tejido industrial. Se juega su futuro, porque -con todos los respetos-, con albañiles y camareros no puede haber un mañana sólido.
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