Se acaba el periodo vacacional. Poco a poco, de forma escalonada. Este año, además, lo hace como si de un conjuro se tratara porque, a la par que la hoja de agosto caía del calendario, las nubes y el viento han vuelto a aparecer tras dos meses de intenso verano, obra más de un milagro que de las rutinas ancestrales de la meteorología.
Para muchos es la meta a alcanzar tras los días lentos y recios de los meses centrales. Esperamos mucho de él. De septiembre, un mes a ratos amable. Un mes de ecuador y rutina. De puerta de entrada. Más incluso que enero, siempre saturado a medias entre las Navidades y el arranque del año; o junio, en mitad de nada. Hay que obligarse al optimismo.
Se hacen proyectos. Que si comienzo a leer más, que si un curso de formación, que si me apunto al gimnasio, que si busco trabajo con más intensidad (aún). Pero luego, cansados quizás, y ya conociendo de sobra que la radicalidad en el cambio de hábitos tiene la suerte echada, acabamos siendo conscientes de que, en realidad, lo que nos apetece no es el dolor a veces infructífero del esfuerzo, del esfuerzo erróneo. No, en absoluto. Porque, la mayoría de las ocasiones, lo que de verdad queremos, y somos incapaces de entender, es sentir de nuevo como se suceden los días del lunes al domingo inmersos en la tibieza lineal del orden.
Orden. De nostalgia nada, ese es otro demonio. También septiembre deprime. Por la vuelta de vacaciones, por el inicio del curso, por las rutinas. Sí, no todo el mundo es de costumbres. Y bien que así sea, por la variedad. En todo caso, que sea el comienzo de un buen periodo de meses fríos, pero no extremos. Sólo fríos.
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