Desde que Juan Pablo II publicara Centesimus annus, 1991, han ocurrido demasiados cambios sociales que merecían un análisis desde la máxima autoridad que representa el pontífice. Y como casi siempre en la católica, estas cuestiones tienen su tempo. Esta publicación de ayer representa un comprometido y valiente proemio al Encuentro Internacional del G8 (los ocho países más poderosos del mundo) que se celebra a partir de hoy en L'Aquila, ciudad italiana devastada por un terremoto el seis de abril.
Limitados por el espacio, dejo estos fragmentos que sintetizan este importante documento –al margen creencias– de un intelectual de la altura del actual Papa: “Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales”. “El desarrollo necesita esta verdad”, y expone “dos criterios orientadores de la acción moral: la justicia y el bien común”. “Las causas del subdesarrollo no son principalmente de orden material”. Están ante todo en la voluntad, el pensamiento y todavía más “en la falta de fraternidad entre los hombres y los pueblos”. “El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza”. Enumera algunas distorsiones del desarrollo: una actividad financiera “en buena parte especulativa”, los flujos migratorios “frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra”. Frente a esos problemas ligados entre sí, invoca “una nueva síntesis humanista”; “crece la riqueza mundial en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades y nacen nuevas pobrezas”. “En el plano cultural las posibilidades de interacción han dado lugar a nuevas perspectivas de diálogo, pero hay un doble riesgo: un eclecticismo cultural donde las culturas se consideran sustancialmente equivalentes o rebajar la cultura y homologar los estilos de vida”. Recuerda “el escándalo del hambre” y auspicia “una ecuánime reforma agraria en los países en desarrollo”. “El desarrollo, si quiere ser auténticamente humano, necesita dar espacio al principio de gratuidad”, y por cuanto se refiere al mercado la lógica mercantil debe estar “ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política”. Indica “la necesidad de un sistema basado en tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil” y espera “una civilización de la economía”. Hacen falta “formas de economía solidaria” y “tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco”. La globalización necesita “una orientación cultural personalista y comunitaria abierta a la trascendencia y capaz de corregir sus disfunciones”. “La economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento; no de cualquier ética sino de una ética amiga de la persona”. “Los organismos internacionales deberían interrogarse sobre la real eficacia de sus aparatos burocráticos con frecuencia muy costosos”. Reclama “la urgencia de la reforma de la ONU y de la arquitectura económica y financiera internacional” y urge “la presencia de una verdadera Autoridad política mundial”, que goce de “poder efectivo”. El campo primario “de la lucha cultural entre el absolutismo de la tecnicidad y la responsabilidad moral del hombre es hoy el de la bioética”, y añade: “La razón sin la fe está destinada a perderse en la ilusión de la propia omnipotencia”. Ahí es nada... recomiendo su lectura íntegra y crítica.
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