Dirigida por Alfred Hitchcock en 1959, Con la muerte en los talones -sensacional título en castellano para el intraducible North by Northwest (en Sudamérica se tituló Intriga Internacional)- fue el último trabajo en el que contó con Cary Grant, uno de sus actores preferidos, al que acompañan en el reparto Eva Marie Saint, James Mason, Leo G. Carroll y Martin Landau. Grant encarna a un ejecutivo publicitario, Roger O. Thornhill, que es confundido por los secuaces de una organización de espionaje con George Kaplan, un agente del gobierno. A la salida de un restaurante, unos tipos lo atrapan y lo llevan hasta una lujosa mansión donde es interrogado acerca de su trabajo sin que llegue a hacer comprender que ha habido un error en su identificación. Tras perder la paciencia, lo obligan a emborracharse y después lo ponen al volante de un descapotable para que se precipite por los acantilados que circundan la carretera de regreso a la ciudad; sim embargo, sale ileso del accidente e intenta denunciar ante la policía su secuestro, aunque sus pruebas carecen de sustento. Posteriormente, en una recepción en el edificio de la ONU se produce un asesinato en el que termina incriminado, por lo que emprende una huida en la que contará con la ayuda de Eve Kendall (Saint), que, en realidad, es la amante de Phillip Vandamm (Mason), el hombre al frente de la organización que ordenó su secuestro.
Hitchcock logró ser conocido entre el gran público por muchas de sus películas (desde Rebeca a Los pájaros, pasando por Encadenados o Psicosis), pero, sin duda, Con la muerte en los talones es una de las más populares de toda su carrera, la que combina a la perfección todos los elementos demandados por el espectador medio en un filme de entretenimiento: hay acción, hay comedia, hay intriga, hay secuencias impactantes, un final apoteósico, un cartel de grandes estrellas... Y, además, es de Hitchcock; es decir, todo lo anterior, y mucho más, ya que en su argumento están presentes los grandes temas de su mejor cine: el estigma del falso culpable, el tipo corriente superado por las adversidades pero capaz de sobreponerse a las mismas, la continua búsqueda del clímax del suspense a través de las herramientas narrativas propias del cine, el famoso Mcguffin como supuesto eje central de la trama... Y una lista de colaboradores de primera fila, desde el guionista Ernest Lehman (Sabrina, Chantaje en Broadway, West Side Story...), al compositor Bernard Hermann (el tema principal es uno de los hitos de su carrera), sin olvidar a Saul Bass, responsable de los títulos de crédito, que utiliza las líneas horizontales y verticales de un rascacielos para hacer aparecer cada registro.
Hay, por otro lado, un aspecto esencial en la filmografía de Hitchcock, su sentido del humor, que en esta película adquiere un subrayado constante que alivia y enriquece la atención del espectador, y que engrandece en todo momento el excelente trabajo de Cary Grant -en la parte final, cuando intenta huir del hospital, se cuela por la ventana de una habitación vecina para buscar la salida. La mujer que ocupa la cama comienza a increparle, se pone las gafas y, cuando se da cuenta del atractivo del tipo, cambia su disposición hacia el galanteo y provoca una segunda huida del protagonista. La secuencia interrumpe el suspense, provoca la risa y nos muestra la que deber ser la auténtica realidad de un apetecible hombre maduro cuando no está expuesto a intrigas policiales.
Pero lo que ha hecho de esta película una de las referencias indiscutibles en la memoria colectiva es la secuencia de la avioneta sobre el campo de maíz y la persecución final en el monte Rushmore. La primera es de una ejecución visual y un sentido del montaje prodigioso, mientras que la segunda aprovecha un mítico escenario natural -como ya hizo con la Estatua de la Libertad en Sabotaje- para sobredimensionar la angustia acumulada en los planos finales, que concluyen con una de las más reconocidas elipsis de la historia del cine: de Rushmore al vagón del tren.
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