No son casos aislados, como los que ha tenido que enfrentar el Vaticano hasta ahora. Se denuncia un sistema diseñado sobre la base del castigo y el abuso, y amparado por un silencio protector propio de una organización mafiosa. Un silencio impuesto también a la Comisión Investigadora puesta en marcha en el año 2000 cuando un documental y un aluvión de denuncias hicieron imposible contener el escándalo. Entonces las autoridades religiosas ofrecieron colaboración a cambio de que nunca fueran desveladas las identidades de los agresores.
Esperamos pacientes a que el Papa, tan proclive a la condena de los pecados ajenos, muestre públicamente su severidad moral con los suyos. Esperamos pacientes a que la Iglesia rectifique y ponga nombre y apellidos a los agresores. Y si no es así, que la justicia irlandesa lo haga cumpliendo con su deber de perseguir el delito e identificar al delincuente. Lo merecen las víctimas, por supuesto, pero lo merecen también los religiosos irlandeses que no se hayan manchado las manos en este escándalo. El cardenal irlandés Sean Brady se mostró “profundamente apenado y avergonzado” por lo sucedido. No conviene que dé más razones para la vergüenza con un silencio cómplice.
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