Algunas de las puertas están cerradas a cal y canto, no porque no sean necesarias, sino porque al menos en uno de los casos, un grupo de gamberros la arrancó de los raíles y el arreglo se limitó a ponerla fija. Y cerrada, claro.
Los servicios públicos y una sala que nunca se supo exactamente a qué se iba a dedicar, están cerrados a cal y canto con los cristales irrompibles rotos a fuerza de arrojar adoquines contra ellos por parte de adolescentes que eran grabados por sus novias o amigos.
Los grafitis -aunque el grafiti es otra cosa mucho más honrosa que lo que se ve allí- circundan el parque y no se salva más que el monumento a Klara García, milagrosamente intacto por ahora.
Bancos que han sido arrancados de cuajo, elementos de gimnasia que están rotos desde el verano pasado, papeleras tiradas al suelo o simplemente faltan -no una o dos, sino muchas- y un cerramiento tan poco efectivo que es fácil entrar en el parque a cualquier hora, completan el panorama de una zona verdad que se llena los fines de semana y que cada vez aparece peor cuidada.
Lo que se rompe no se repone y lo que falta se va acumulando, mientras que la vigilancia del recinto brilla por su ausencia, aunque a tenor de los episodios que cuentan algunas personas, no haría falta un simple guarda, sino una escuadra de gastadores de las fuerzas especiales para pararles los pies a algunos de los que no sólo destrozan, sino que provocan a los presentes en busca de alguna oposición a la que contestar “adecuadamente”.
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